"Arte" | ???
La "artista" Nuria Delgada pone a la venta
su vello púbico en una performance
ESTA ES LA MALDITA CONFUSION ENTRE TRASGRESION y ARTE
El precio de partida de cada pelo de su coño es de 200.000 euros, el mismo por el que Santiago Sierra vendió su ninot del rey Felipe VI en la última edición de ARCO
.
“Un pelo de mi coño vale tanto como una obra de Santiago Sierra” -
El Salto - Edición General - elsaltodiario.com
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Avelina Lésper
"La carencia de rigor en las obras ha permitido que el vacío de creación, la ocurrencia, la falta de
inteligencia sean los valores de este falso arte, y que cualquier cosa
se muestre en los museos".
Quien.com
"El Arte Contemporáneo- El dogma incuestionable" en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) en donde fue ovacionada por los estudiantes.
"La carencia de rigor (en las obras) ha permitido que el vacío de creación, la ocurrencia, la falta de inteligencia sean los valores de este falso arte, y que cualquier cosa se muestre en los museos", afirmó Lésper.
Explicó que los Los objetos y valores estéticos que se presentan como arte, son aceptados, en completa sumisión a los principios que una autoridad impone.
Lo que ocasiona que cada día se formen sociedades menos inteligentes y llevándolos a la barbarie. También abordó el tema del Ready Made, sobre el que expresó que mediante esta corriente "artística", se ha regresado a lo más elemental e irracional del pensamiento humano, al pensamiento mágico, negando la realidad. El arte queda reducido a una creencia fantasiosa y su presencia en un significado. "Necesitamos arte y no creencias".
La "creacion" de la obra de "arte" a traves del marketing y
manipulacion del lenguaje:
Asimismo, destacó la figura del "genio", artista con obras insustituibles, personajes que en la actualidad ya no existen. "Hoy con la sobrepoblación de artistas, estos no son prescindibles y la obra se sustituye por otra, porque carece de singularidad".
Puede que el hastío haya hecho presa en Fernando Castro Flórez, o tal
vez padece un episodio severo de agitación que manifiesta en forma de
mamporros y payasadas. Sea lo que sea, afortunadamente la pasión crítica
se impone en este libro sobre los signos que puntean el lado sombrío de
la comedia del arte contemporáneo. Entre estos, el filósofo y crítico
incluye la obsolescencia programada, la amnesia colectiva, la
especulación financiera y la epidemia de la tontería.
Desde el multimillonario publicista Charles Saatchi, promotor de los Young British Artists, hasta Liu Wei, autor de una de las piezas estrella de su colección, una caca de dos metros y medio, pasando por Coco Fusco y Guillermo Gómez-Peña encarnando a dos indígenas posmodernos en una jaula, muchas son las figuras de este pimpampum.
No falta entre ellas otro niño bonito de la pasarela mundial, Maurizio Cattelan, de visita con coleccionistas glamurosos hasta un vertedero donde colocó la palabra Hollywood. Y es que, escribe el autor, “lo real que escapa a toda simbolización está aplastado por el reality show”.
Que nadie se equivoque. Por mucho que admire a Jean Baudrillard, lo que este crítico de gatillo fácil denuncia no es un complot del arte. Mucho menos se ha alistado al banderín liberal en lo político, y conservador en lo artístico de Vargas Llosa. La de Castro Flórez no es una impugnación a la totalidad, sino un diagnóstico de los males que aquejan al arte contemporáneo.
¿Su remedio? Cuidar de que el ruido no nos impida concentrarnos en el arte que va más allá de sí mismo.
Desde el multimillonario publicista Charles Saatchi, promotor de los Young British Artists, hasta Liu Wei, autor de una de las piezas estrella de su colección, una caca de dos metros y medio, pasando por Coco Fusco y Guillermo Gómez-Peña encarnando a dos indígenas posmodernos en una jaula, muchas son las figuras de este pimpampum.
No falta entre ellas otro niño bonito de la pasarela mundial, Maurizio Cattelan, de visita con coleccionistas glamurosos hasta un vertedero donde colocó la palabra Hollywood. Y es que, escribe el autor, “lo real que escapa a toda simbolización está aplastado por el reality show”.
Que nadie se equivoque. Por mucho que admire a Jean Baudrillard, lo que este crítico de gatillo fácil denuncia no es un complot del arte. Mucho menos se ha alistado al banderín liberal en lo político, y conservador en lo artístico de Vargas Llosa. La de Castro Flórez no es una impugnación a la totalidad, sino un diagnóstico de los males que aquejan al arte contemporáneo.
¿Su remedio? Cuidar de que el ruido no nos impida concentrarnos en el arte que va más allá de sí mismo.
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HACE YA MAS DE 30 O 40 AÑOS QUE LA MAYORIA DE LOS GRANDES GALERISTAS NO SON EXPERTOS DE ARTE.
Han creado un nuevo publico, una nueva clientela, y como ellos mismos no saben nada.
Han creado la idea de que la apreciacion del arte es "me gusta" o "no me gusta"
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HACE YA MAS DE 30 O 40 AÑOS QUE LA MAYORIA DE LOS GRANDES GALERISTAS NO SON EXPERTOS DE ARTE.
Han creado un nuevo publico, una nueva clientela, y como ellos mismos no saben nada.
Han creado la idea de que la apreciacion del arte es "me gusta" o "no me gusta"
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LA EDAD DE ORO DEL "ARTE DE LA ESPECULACION"
obra de "arte" del Guggenheim de Nueva York
por el "artista"Maurizio Cattelan
por el "artista"Maurizio Cattelan
3000 COLECCIONISTAS DOMINAN EL MERCADO MUNDIAL.
TIENEN DINERO Y PODER.
LAS SUBASTAS SON SUYAS.
LAS GRANDES FORTUNAS MONTAN
SUS PROPIOS MUSEOS
DE ARTE CONTEMPORANEO
Actualmente hacer arte es un ejercicio ególatra, los performances, los videos, instalaciones están hechos con tal obviedad que abruma la simpleza creadora, y son piezas que en su inmensa mayoría apelan al menor esfuerzo, y que su accesibilidad creativa nos dice que es una realidad, que cualquiera puede hacerlo".
En ese sentido, afirmó que no darle el status al artista que lo merece, ocasiona un alejamiento del arte a las personas, lo demerita, lo banaliza.
"Cada ves que alguien sin méritos y sin trabajo real excepcional expone, el arte va decreciendo en su presencia y concepción. Entre más artistas hay, las obras son peores, la cantidad no está aportando calidad".
"El artista ready made toca todas las áreas, y todas con poca profesionalidad, si hace video, no alcanza los estándares que piden en el cine o en la publicidad; si hace obras electrónicas o las manda a hacer, no logra lo que un técnico medio; si se involucra con sonidos, no llega ni a la experiencia de un Dj. Se asume ya que sí la obra es de arte contemporáneo, no tiene por que alcanzar el mínimo rango de calidad en su realización.
Los artistas hacen cosas extraordinarias y demuestran en cada trabajo su condición de creadores, ni Demian Hirst, ni Gabriel Orozco ni Teresa Margolles, ni la inmensa lista de gente que crece son artistas, y esto no lo digo yo, lo dicen sus obras", aseveró.
Comentario del critico de arte WILL GOMPERTZ:
Como consejo a los estudiantes, les indicó que dejen que su obra hable por ellos, no un curador, no un sistema, no un dogma, "su obra dirá si son o no artistas, y si hacen este falso arte, se los repito no son artistas".
Lésper aseguró que hoy día, el arte dejó de ser incluyente, por lo que se ha vuelto en contra de sus propios principios dogmáticos y en caso de que al espectador no le guste, lo acusa de "ignorante, de estúpido y le dice con gran arrogancia, si no te gusta es que no entiendes".
"El espectador, para evitar ser llamado ignorante, no puede ni por asomo decir lo que piensa, para este arte todo público que no es sumiso a sus obras es imbécil, ignorante y nunca está a la altura de lo expuesto ni de sus artistas, así el espectador presencia obras que no demuestran inteligencia", denunció.
Finalmente, señaló que el arte contemporáneo es endogámico, elitista; como vocación segregacionista, realizado para su estructura burocrática, para complacer a las instituciones y a sus patrocinadores. "Su obsesión pedagógica, su necesidad de explicar cada obra, cada exposición, su sobre producción de textos es la implícita acotación del criterio, la negación a la experiencia estética libre, define, nombra, sobreintelectualiza la obra para sobrevalorarla y para impedir que la percepción sea ejercida con naturalidad".
La creación es libre, pero la contemplación no lo es. "Estamos ante a dictadura del más mediocre".
El escritor Vicente Verdu recibe un consejo de artista moderno:
"NO HACER NADA QUE RESULTE BONITO,
si no algo que resulte expresivo" ?
Este es el resultado:
http://www.vanguardia.com.mx/noticia-1362825.html?se=nota&id=1362825
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Ingenieria social y MUSICA-BASURA INDUSTRIAL:
Y NO LO SABIAS:
http://joanfliz.blogspot.com.es/2012/01/esta-cultura-es-pura-basura-y-no-lo.htmlEspías, expresionismo abstracto y Guerra Fría
En otros casos, sin embargo, han sido los mismísimos servicios de inteligencia de las distintas potencias los que han promovido y apoyado ciertas corrientes artísticas con la intención de perjudicar al enemigo.
Eso es precisamente lo que habría ocurrido con el expresionismo abstracto, una corriente pictórica contemporánea que fue favorecida y patrocinada –al parecer sin que lo supieran sus principales representantes– nada más y nada menos que por la todopoderosa Agencia Central de Inteligencia, la CIA.
Para comprender esta sorprendente afirmación hay que situarse en el escenario inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. En los años que siguieron a la contienda, el gobierno de los Estados Unidos estaba muy preocupado por la identificación existente entre una buena parte de los intelectuales y artistas europeos y los ideales marxistas-leninistas de la Unión Soviética.
Por esa razón, la agencia de inteligencia tomó la decisión de crear un programa clandestino y de alto secreto que sirviese para contrarrestar la enorme influencia de la esfera cultural soviética entre las élites intelectuales europeas y sustituirla por otra de origen estadounidense que sirviese a sus intereses.
Una pintura del artista Franz Kline, uno de los representantes del expresionismo abstracto | Wikiped
De este modo, y sin que en la mayor parte de los casos los beneficiados lo supieran, la CIA financió la publicación y edición de multitud de revistas y libros europeos de corte cultural en los que se reproducían textos afines a los intereses de Washington, y al mismo tiempo organizó congresos, conciertos y exposiciones de arte, especialmente de expresionismo abstracto.
Para lograr su objetivo, la agencia contó con la colaboración de entidades privadas, como la Fundación Rockefeller o el influyente y prestigioso Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York.
Así, gracias al llamado Congreso por la Libertad Cultural –ese fue el nombre con el que se bautizó el programa de propaganda de los espías estadounidenses– durante las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado se llevaron a cabo algunas de las exposiciones itinerantes más destacadas del expresionismo abstracto, que popularizaron en Europa las obras de artistas como De Kooning, Rothko o Pollock, Arshile Gorky, Barnett Newman, Franz Kline, Clyfford Still..
Con su apoyo al expresionismo abstracto, la CIA buscaba minar el interés hacia el realismo socialista –deMELI'S BOOKSHOP VALETA carácter figurativo y con un importantísimo mensaje social– que prosperaba en la Unión Soviética y que gozaba de gran éxito entre artistas e intelectuales europeos.
En este sentido, Donald Jameson, uno de los ex agentes de la agencia americana que participó en el programa, explicaba que el expresionismo llegado de América “era el tipo de arte ideal para mostrar lo rígido, estilizado y estereotipado que era el realismo socialista de Rusia”.
Las carreras de artistas como De Kooning (en la foto) fueron promocionadas por la CIA | Wikipedia
Tal y como refleja la periodista e historiadora británica Frances Stonor Saunders en su libro La CIA y la Guerra Fría cultural (Debate, 2013) –una de las obras más completas sobre este fascinante episodio–, es posible que esta labor de propaganda cultural hubiese continuado durante más tiempo, de no ser porque a finales de los 60 medios como el New York Times destaparon la existencia de aquellos planes clandestinos.
¿Hasta qué punto alteró el desarrollo de la Historia del arte contemporáneo este “patrocinio” del expresionismo abstracto con fines propagandísticos?
POLLOCK:
De lo que no hay duda es que, sin la implicación de la CIA, las obras de Pollock y otros artistas de esta corriente americana no gozarían hoy de la misma popularidad y éxito que poseen en todo el mundo.
"Kandisky, por ejemplo, escribio un libro sobre la
espiritualidad en el arte que es precisamente el asesinato del arte y el
inicio del arte abstracto y la degeneracion actual"
“Las grandes obras de Picasso no tienen un buen cultivo de la perspectiva, y las novelas de Joyce rayan en lo desordenado y absurdo, pero podemos admitir que forman parte del patrimonio artístico de la humanidad” .
¿Y por qué, por qué debemos admitir que forman parte de ese patrimonio si la narrativa de Joyce raya lo absurdo y Picasso no tenía ni idea de perspectiva?
Por cierto, de Joyce, algunas páginas más tarde, el autor escribe lo siguiente:
“Algunos maestros de la literatura han sabido explotar esto y han buscado deliberadamente producir textos sin sentido, André Breton, James Joyce y Ramón Gómez de la Serna, entre otros, destacaron por haber desarrollado esa técnica”.
Presumiblemente, conjetura, su intención era formar “imágenes incoherentes con el fin de explotar nuestra sensibilidad estética”.
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En una época en la que todo parece ser contemplado bajo el prisma del objeto estético, cuando la cultura del simulacro parece haber pactado con la banalidad del reality show, podemos intentar trazar cartografías de aquello que nos rodea aunque sea para tratar de salvar los jirones que todavía nos quedan del maltrecho pensamiento crítico. No basta la irritación ante los fraudes, ni repetir el cuento de “El traje nuevo del emperador”. La deriva escatológica en la que se encuentra el arte contemporáneo, en muchos casos una morbosa obsesión por presentar lo repugnante sin más, puede dar lugar a reflexiones que vayan mucho más allá del asco. Ni siquiera la plasmación reiterada de la catástrofe cierra el drama de nuestro tiempo desquiciado.
La experiencia estética se ocupa de mantener vivo el desarraigo –
Fernando Castro
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¿Ritual o mangoneo de las exposiciones?
Adam Cohen.
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En una época en la que todo parece ser contemplado bajo el prisma del objeto estético, cuando la cultura del simulacro parece haber pactado con la banalidad del reality show, podemos intentar trazar cartografías de aquello que nos rodea aunque sea para tratar de salvar los jirones que todavía nos quedan del maltrecho pensamiento crítico. No basta la irritación ante los fraudes, ni repetir el cuento de “El traje nuevo del emperador”. La deriva escatológica en la que se encuentra el arte contemporáneo, en muchos casos una morbosa obsesión por presentar lo repugnante sin más, puede dar lugar a reflexiones que vayan mucho más allá del asco. Ni siquiera la plasmación reiterada de la catástrofe cierra el drama de nuestro tiempo desquiciado.
En “Mierda y catástrofe”, de forma
deliberadamente fragmentaria, el filósofo y critico Fernando Castro
Flórez plantea reflexiones de urgencia sobre los paisajes violentos y
accidentales que se nos administran cotidianamente. De la plaga del
freakismo a la hipnótica atracción que provoca el vacío; de la cultura
digital y la adicción a los videojuegos al análisis del aeropuerto como
no-lugar por excelencia. Recorremos los caminos que unen los
performances extremos y la apolillada retórica de archivo; el Arte
Povera y el Land Art, y se va perfilando un panorama que es, al mismo
tiempo, desolador y excitante, empantanado y provocador, para finalmente
reivindicar el paseo como generador de experiencia, como si hubiera
todavía posibilidades para gozar del arte de perderse.
“Mierda y catástrofe” intenta ofrecer
una serie de claves o, mejor, una sintomatología provisional para
conocer nuestras limitaciones (ese singular modo de instalarnos en el
búnker), pero nos sugiere que todavía podemos encontrar alguna grieta
que nos permita realizar el truco mágico del escapista.
La experiencia estética se ocupa de mantener vivo el desarraigo –
Fernando Castro
El libro, es una especie de ajiaco deliciosamente escrito, deliciosamente metaforizado hasta la subjetivización
más fina, exponencialmente congruente y delirante a un tiempo. Una
tesis hace la suerte de hilo conductor en medio de esta dramaturgia de
ideas y de gestos conceptuales:
la interrogación frontal a la
práctica sistemática de una política fraudulenta en el arte y en la
cultura y, de paso, la advertencia de su enmascaramiento en la cultura
del espectáculo.
El
texto, insisto, es un loable y rotundo ensayo en toda regla: un
despliegue de páginas enfáticas y viscerales que recuperan para sí los
dones y la gracia de la escritura, de la buena escritura, de esa que
cada vez más se extravía en la impostación y en el ejercicio de la
improvisación. Este es, sin duda, un libro bien escrito que puede hacer
alarde de su elegancia y pericia en el trato directo que establece con
su objeto. Un texto, por tanto, en el que el lector tropieza -a cada
paso de la lectura- con la soberbia de metáforas que solo pueden
estimular dos sentimientos opuestos en las antípodas de lo humano: la
admiración más honesta o la envidia más devastadora. - - -
La
seriedad [y densidad] de este ensayo, en modo alguno, incluye o
conlleva una restricción estética de la escritura historiográfica y
crítica entendida, acaso, como un gesto autónomo de creación en el que,
pese a la trabazón categorial de otros ensayos, se experimenta una
beligerante emancipación del drama de la escritura. El ensayo no es sino
un texto de corte experimental que promueve la libertad de las ideas,
lo mismo que el carnaval supone una dispensación exagerada de la
máscara.
En la escritura ensayística, donde prevalece el estilo por encima del impulso bulímico de la jerga, el placer por el debate de las ideas se vuelve intensamente superior a la profundidad misma que ellas reclaman en otras coordenadas de sentido. La idea, fuerza genésica y seminal de este formato, se revela más poderosa que la demostración u obstinación de probar o refutar cada tesis, cada hallazgo, cada posible verdad. Y es precisamente esta, entra otras, una de las más relevantes virtudes de este libro que he tenido la oportunidad de leer con tal grado de fruición y de entrega, que no deja demasiado espacio a lo racional encorsetado y sí a la pasión confesada, desbordada.
En la escritura ensayística, donde prevalece el estilo por encima del impulso bulímico de la jerga, el placer por el debate de las ideas se vuelve intensamente superior a la profundidad misma que ellas reclaman en otras coordenadas de sentido. La idea, fuerza genésica y seminal de este formato, se revela más poderosa que la demostración u obstinación de probar o refutar cada tesis, cada hallazgo, cada posible verdad. Y es precisamente esta, entra otras, una de las más relevantes virtudes de este libro que he tenido la oportunidad de leer con tal grado de fruición y de entrega, que no deja demasiado espacio a lo racional encorsetado y sí a la pasión confesada, desbordada.
El
libro es un oasis de reflexiones, de conexiones, de aproximaciones
indiscretas y de un altísimo nivel de “asociación especulativa”
que provocaría la rabia a cualquier escritor de pacotilla. Su trazado
dramatúrgico sustantiva la preocupación analítica que delata un absoluto
manejo de las herramientas críticas, avocadas a un ejercicio casi
existencialista de control y de verificación que pasa siempre, y antes
que nada, por la más dolorosa y rabiosa introspección.
El
peligro que acecha hoy a la escritura ensayística en forma de flagelos
bajo el signo regido por la vulgarización, la superficialidad, el
manierismo, el diletantismo y la ideología de la idiotez, queda aquí
desbancado por la excelencia de un verbo y de un saber decir que
hace gala de sabiduría y de profundidad humanística. La urgencia de la
lógica cede con fuerzas sus dominios hegemónicos a la especulación
subjetiva.
De ahí que este volumen no ofrezca respuestas ni soluciones, sino que, en cambio, interroga, interpela, demanda la construcción infinita del texto desde otro lugar, desde esa otra subjetividad que se convierte en interlocutora de su letra.
La pose y la afectación, figuras tan típicas dentro de esa contestación fraudulenta que este libro delata, se revelan inoperantes a la hora de entender esta ensayística que regala su autor a un amplio número de lectores. En el ensayismo dudoso, la simulación centraliza la ideología del texto; en el auténtico, la pulsión relacional y asociativa desplaza el simulacro a favor de una verdad atravesada por el placer de decirse siempre a sí misma. La refracción propia, el temperamento de la escritura audaz, sustituyen la parodia por el sarcasmo, otorgando un espacio al “yo reflexivo” que habla con todos sus “otros”.
De ahí que este volumen no ofrezca respuestas ni soluciones, sino que, en cambio, interroga, interpela, demanda la construcción infinita del texto desde otro lugar, desde esa otra subjetividad que se convierte en interlocutora de su letra.
La pose y la afectación, figuras tan típicas dentro de esa contestación fraudulenta que este libro delata, se revelan inoperantes a la hora de entender esta ensayística que regala su autor a un amplio número de lectores. En el ensayismo dudoso, la simulación centraliza la ideología del texto; en el auténtico, la pulsión relacional y asociativa desplaza el simulacro a favor de una verdad atravesada por el placer de decirse siempre a sí misma. La refracción propia, el temperamento de la escritura audaz, sustituyen la parodia por el sarcasmo, otorgando un espacio al “yo reflexivo” que habla con todos sus “otros”.
Su
libertad de lectura, la del texto [o los textos] que componen este
volumen, es otra de sus virtudes que le convierten en un hecho
disfrutable en la medida en que la linealidad que otras narrativas
proponen, se reemplaza aquí por la opción personal de la fragmentación e ida y vuelta en todas las direcciones del texto. Es entonces que la articulación de una perspectiva crítica
se ve asistida por la democracia en el gesto de arbitrar y de
administrar –con independencia y autonomía soberanas- el conocimiento
dispensado en esta multitud de páginas. Su corpus, robusto y
compacto, lo fijan dos grandes partes visiblemente delimitadas: la
primera, la zona que se ocupa de los capítulos dispuestos bajo
excelentes titulaciones; la segunda, un amplísimo repertorio de notas
que trazan la más acuciosa cartografía de las lecturas de las que está
hecho este soberbio ensayista. Todo escritor, lo sabemos, es la suma de
sus herencias anteriores, de sus pasos perdidos por otros universos
escriturales que alimentan la sed del nuevo texto y arrojan luz
sobre la estatura de sus metáforas.
De tal suerte es que estas notas, al margen de ampliar, apostillar y polemizar con el discurso que rige la lógica del texto, son, también, otra parte sustancial del texto en su totalidad. No actúan como añadidos protésicos ni como interrupciones abruptas de una erótica coital de la conquista. Son, en sí misma, otro libro contenido dentro del libro. Constituyen, como diría el autor, un homenaje a esas voces que le han acompañado [y modelado como pensador]. En palabras suyas, “nada resulta más gratificante que una buena conversación”. Y, precisamente, estas notas no hacen sino advertir de esas compañías y de esos diálogos, de esos buenos diálogos a los que él está acostumbrado; los mismo que el propone cada vez que irrumpe en el espacio del otro.
De tal suerte es que estas notas, al margen de ampliar, apostillar y polemizar con el discurso que rige la lógica del texto, son, también, otra parte sustancial del texto en su totalidad. No actúan como añadidos protésicos ni como interrupciones abruptas de una erótica coital de la conquista. Son, en sí misma, otro libro contenido dentro del libro. Constituyen, como diría el autor, un homenaje a esas voces que le han acompañado [y modelado como pensador]. En palabras suyas, “nada resulta más gratificante que una buena conversación”. Y, precisamente, estas notas no hacen sino advertir de esas compañías y de esos diálogos, de esos buenos diálogos a los que él está acostumbrado; los mismo que el propone cada vez que irrumpe en el espacio del otro.
Cuando
la conciencia crítica, tal y como señala Fernando Castro en reiteradas
ocasiones a lo largo del volumen, se haya bajo mínimos [en medio de un
escenario que viaja de “la política de la ruina” a “la política de la
ceniza”], es entonces un privilegio el poder contar con la audacia y la
radicalidad de un pensamiento teórico-crítico de tamaña envergadura.
Máxime si su floración y permanencia tienen lugar en un contexto en el
que la crítica ha sido confundida con el periodismo de turno, del mismo
que la excelencia epistemológica se trueca con la retórica del
ornamento.
El análisis de las acepciones muchas del términos clave escrito en su
subtítulo, nos lleva a entenderá el por qué de la pertinencia de una de
ellas.
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española el vocablo “síndrome” se refiere a: 1. “Conjunto de síntomas característicos de una enfermedad”. 2. “Conjunto de fenómenos que caracterizan una situación determinada”.
Entre los diferentes tipos de síndromes, son muchos, hallamos uno en particular que se revela como el de mayor rentabilidad alegórica y discursiva en el entramado de estás páginas y es, claramente, el síndrome de abstinencia: “conjunto de síntomas provocado por la reducción o suspensión brusca de la dosis habitual de una sustancia de la que se tiene dependencia”. Es este, por encima de los otros, el que sospecho estimula la orquestación sinfónica de uno de los nudos o conflictos conceptuales de este libro.
Dado que uno de sus imperativos es la interrogación constante a ese tipo de arte que ha abandonado la capacidad de relatar su contexto cultural de referencia en función de una ingesta bulímica de naturaleza retiniana y de superficie. La abstinencia se localiza aquí –justo- en esa falta de inteligencia con la que tropieza la narrativa estética contemporánea cuando lo suyo, su sino, se disloca y se pierde en el paisaje de una frondosidad oscura en el que lo ornamental decreta –por fuerza- la defunción de los conceptos. Cuando lo grotesco o el dolor más auténtico pasan por la idiotización de la pantalla y del espectáculo, sus índices de rentabilidad y de efectismo merman, se convierten, de facto, en burdas caricaturas.
El arte tiene entonces que pactar con otras responsabilidades que atisben su capacidad y voluntad socio-semiótica de respuesta. Debe, si quiere convertirse en sismograma del presente, abandonar esa rancia abstinencia y disponer de un repertorio de juicios más lúcidos y arriesgados.
En cierto momento del texto Fernando Castro plantea “nadie, salvo que viva ajeno al tratamiento Ludovico que impone la televisión global, puede indignarse con las obras de arte contemporáneo.
Son, no exagero, descripciones literales de un mundo que prefiere la tontería antes que enfrentarse críticamente con lo que pasa”.
Se trata, por tanto, de estimular esa conciencia crítica que, estando bajo mínimos, ha de superar la dolencia del cataclismo y señalar las zonas del drama y de la catástrofe.
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española el vocablo “síndrome” se refiere a: 1. “Conjunto de síntomas característicos de una enfermedad”. 2. “Conjunto de fenómenos que caracterizan una situación determinada”.
Entre los diferentes tipos de síndromes, son muchos, hallamos uno en particular que se revela como el de mayor rentabilidad alegórica y discursiva en el entramado de estás páginas y es, claramente, el síndrome de abstinencia: “conjunto de síntomas provocado por la reducción o suspensión brusca de la dosis habitual de una sustancia de la que se tiene dependencia”. Es este, por encima de los otros, el que sospecho estimula la orquestación sinfónica de uno de los nudos o conflictos conceptuales de este libro.
Dado que uno de sus imperativos es la interrogación constante a ese tipo de arte que ha abandonado la capacidad de relatar su contexto cultural de referencia en función de una ingesta bulímica de naturaleza retiniana y de superficie. La abstinencia se localiza aquí –justo- en esa falta de inteligencia con la que tropieza la narrativa estética contemporánea cuando lo suyo, su sino, se disloca y se pierde en el paisaje de una frondosidad oscura en el que lo ornamental decreta –por fuerza- la defunción de los conceptos. Cuando lo grotesco o el dolor más auténtico pasan por la idiotización de la pantalla y del espectáculo, sus índices de rentabilidad y de efectismo merman, se convierten, de facto, en burdas caricaturas.
El arte tiene entonces que pactar con otras responsabilidades que atisben su capacidad y voluntad socio-semiótica de respuesta. Debe, si quiere convertirse en sismograma del presente, abandonar esa rancia abstinencia y disponer de un repertorio de juicios más lúcidos y arriesgados.
En cierto momento del texto Fernando Castro plantea “nadie, salvo que viva ajeno al tratamiento Ludovico que impone la televisión global, puede indignarse con las obras de arte contemporáneo.
Son, no exagero, descripciones literales de un mundo que prefiere la tontería antes que enfrentarse críticamente con lo que pasa”.
Se trata, por tanto, de estimular esa conciencia crítica que, estando bajo mínimos, ha de superar la dolencia del cataclismo y señalar las zonas del drama y de la catástrofe.
Sin ningún género de dudas, este volumen, una vez leído y advertido en él lo que pudiera entenderse como otro relato sobre
el arte, supone una suerte de hallazgo epistemológico que pone en
crisis los modos habituales de narrar lo que acontece en el terreno de
las practicas artísticas y en el ámbito, siempre polémico, del discurso.
Creo, sin duda, que se trata de un aporte sustancial a una
historiografía que ha de movilizar sus esquemas y discutir e interrogar
sus modelos operacionales frente al objeto arte. El paradigma de una
historiografía lineal que se alimenta del fetichismo del dato y de la
disposición de estos en un eje horizontal sin mayor complejidad y
hondura, debiera refugiarse en otras formas de comprensión del hecho
estético, más alejadas de la descripción palmaria y cercana –mucho- el
dominio especulativo de las asociaciones tan lúcidas como obscenas. Mierda y catástrofe…
está señalando los riesgos de esa toxicidad que asfixia la escritura
sobre el arte y la reduce a la simple taxonomía convaleciente.
Estas páginas pulsan fuerzas sobre la que podría ser otra narrativa sobre el arte. La audacia de las especulaciones y de las asociaciones inéditas entre obra y contexto, entre el discurso y el umbral de su materialización como hecho estético, resultan, cuanto menos, rabiosamente sugestivas. La seducción del análisis registrado en la concatenación –casi sexual- de esas proximidades, se impone a la racionalidad de un modelo escritural propenso a la demostración y al equilibrio.
Estas páginas pulsan fuerzas sobre la que podría ser otra narrativa sobre el arte. La audacia de las especulaciones y de las asociaciones inéditas entre obra y contexto, entre el discurso y el umbral de su materialización como hecho estético, resultan, cuanto menos, rabiosamente sugestivas. La seducción del análisis registrado en la concatenación –casi sexual- de esas proximidades, se impone a la racionalidad de un modelo escritural propenso a la demostración y al equilibrio.
Aun cuando resulte paradójico, este libro se mueve entre la utopía redentora y una especia de nihilismo devastados [o al menos en apariencia].
Y es así, o yo lo advierto así, porque, si de una parte se advierte de
ese impulso catastrófico como fin de la producción de sentido y estado
que alimenta a la misma en un acto casi esquizofrénico; por otra parte,
estas páginas recuperan cierta credibilidad en el arte, en su fin
social, en su capacidad terapéutica y de exhumación de la memoria. Y esa
recuperación viene dada por la necesidad de reforzar una conciencia
crítica que ha de saltarse la impotencia de su parálisis y rebasar el
dominio de la estupidización y de la ornamentalidad.
Mierda y catástrofe… se me antoja –entonces- como un libro de culturología contemporánea.
Un texto que podemos inscribir en esa tendencia de articulación
discursiva y de pensamiento. Se trata de una reflexión desde el ámbito
de la crítica de estatura y corpus filosófico deliciosamente escrita.
Sus páginas interrogan el orden cultural imperante, sus modelos, sus
ansiedades y las múltiples estrategias de cierto cinismo persuasivo que
paraliza al sujeto en el dominio de la idiotez, “la estupidización” y
“el embrutecimiento”. De ahí la reiteración obsesiva del autor acerca
de: “el sistema de engaño”, de “el espectador catatónico” y de “la
epidemia de la tontería”, en tanto que síntomas que dibujan este
panorama errático en el que las barbies se convierten en galeristas y se rinde culto al todo vale.
Creo, por tanto, que una de las tesis fundamentales de este volumen se haya en la página 42, cuando el autor plantea que: “hoy,
consumada la amnesia colectiva, hay una vitrina para cada cosa, da
igual que sea cursilería, una consigna o una cagarruta. Lo decisivo es
que incluso el accidente ha encontrado su museo, ese lugar obsceno que
todavía llamamos televisión”. Y, continúa insistiendo el ensayista, “aunque
nuestra conciencia crítica esté bajo mínimos, no podemos aceptar que el
arte sea una mercancía perfecta o una mera perogrullada. Tal
vez tengamos que poner la ironía en cuarentena, e impulsados a la
polémica, emplear el sarcasmo, sin por ello caer en la jerga”.
Concluye, entonces, con esta afirmación que advierte de un radicalismo
necesario en la petición de responsabilidad y de compromiso:
“En una época marcada por demolición, con una compulsión voyeurística que ha propiciado el extraño placer de la catástrofe, la cultura no puede ser meramente el juego de la libertad, sino que, valga el tono dogmático, exigimos que afronte los conflictos y produzca lo necesario. Mientras tanto sigamos empantanados en la rumurología, sufriendo una narcolepsia sin cura aparente, fascinados por el arte de ocultar lo esencial”
Sin
embargo, pese a este tono lapidario, y he ahí otras de las delicias de
este libro, el autor hace un juego irónico de simulaciones y espejismos
haciendo creer de su abominación por el arte, cuando en verdad se debe
en cuerpo y alma a su entera comprensión. Por tanto, y en un gesto de
emancipación de lo catastrófico, señala que el “arte todavía es capaz de hacer sismograma de lo que pasa”.
Así, ladeando el catastrofismo nihilista del que hablábamos, refuerza
la dirección utópica del arte y afirma su valor como lenguaje
susceptible a la narración oportuna y eficaz de sus circunstancias. De
ello se deduce que la práctica estética, lejos de ese lugar que la
reduce y circunscribe a un mero ejercicio de formas abstraídas en la
nebulosa de la apariencia, ha de comenzar a sustantivar las nociones de
“pertinencia” y “eficacia”.
Las características del juego de contrabando y de rápida negociación con la realidad del show mediático,
están entre las más impresionantes que afectan la posibilidad de un
estado inteligente para la práctica del arte. Quizás por ello, y
atendiendo a la paradoja que rige el actual modelo de cultura al uso,
Fernando Castro plante que “en última instancia, la estrategia de la
obscenidad no solo ha convertido lo banal en monumento, sino que
la pulsión fetichista, el mal de archivo, ha llevado, valga la paradoja,
a la obesidad y la anorexia estéticas”. Y es que todo aquello que se
junta con la exageración y reproducción desmedida en las zonas de lo hiperreal,
termina, así, abducido por el dominio de lo decorativo. El impulso
bulímico de los vectores de mediación sacrifican la calidad discursiva
en función del impacto y la coquetería más ramplona.
“Esa es la gran catástrofe: (no tener) nada en qué pensar”, afirma de un plumazo el ensayista recuperando el espíritu crítico que apunta a ese raro estado de insomnio y reclama un despertar de la conciencia.
“Esa es la gran catástrofe: (no tener) nada en qué pensar”, afirma de un plumazo el ensayista recuperando el espíritu crítico que apunta a ese raro estado de insomnio y reclama un despertar de la conciencia.
Carlos
Jiménez, en su presentación de esta obra, y aludiendo a la capacidad
asociativa de alta densidad lingüística del pensamiento del autor, decía
que: “Esta clase de recomposición o deconstrucción de los campos
semánticos habituales trastoca igualmente los significados de las
palabras que, por definición, son siempre el lugar del entrecruzamiento
de distintos campos semánticos. Si estos últimos cambian también cambian
las palabras que les conciernen.
De allí que en esta obra monstruosa, palabras recurrentes en la misma como “arte”, “mirada”, “ceguera”, “catástrofe”, “apocalipsis”, “banalidad”, “idiotez” o “estupefacción” no tengan un único significado sino que remiten a una agrupación fortuita de significados, en el que caben incluso los que son contradictorios entre sí. En esto consiste la anomalía de este libro y la hospitalidad que simultáneamente ofrece a la unión de la mierda con la catástrofe que, es algo así, como la unión del tocino con la velocidad. ¿Pero qué diablos es este libro? ¿A cuál genero pertenece? ¿Al tratado? Rotundamente no. Y si dijera que es una colección de ensayos que comparten ciertos propósitos me quedaría corto. Yo me arriesgaría a calificarlo, en plan de choque, de glosario. Sólo que recuperando para este término el sentido que le asignaron los latinos. Aclaro: me refiero a los antiguos habitantes del Lacio y no a los cubanos o a los colombianos […]”.
De allí que en esta obra monstruosa, palabras recurrentes en la misma como “arte”, “mirada”, “ceguera”, “catástrofe”, “apocalipsis”, “banalidad”, “idiotez” o “estupefacción” no tengan un único significado sino que remiten a una agrupación fortuita de significados, en el que caben incluso los que son contradictorios entre sí. En esto consiste la anomalía de este libro y la hospitalidad que simultáneamente ofrece a la unión de la mierda con la catástrofe que, es algo así, como la unión del tocino con la velocidad. ¿Pero qué diablos es este libro? ¿A cuál genero pertenece? ¿Al tratado? Rotundamente no. Y si dijera que es una colección de ensayos que comparten ciertos propósitos me quedaría corto. Yo me arriesgaría a calificarlo, en plan de choque, de glosario. Sólo que recuperando para este término el sentido que le asignaron los latinos. Aclaro: me refiero a los antiguos habitantes del Lacio y no a los cubanos o a los colombianos […]”.
Efectivamente,
cuando el lector -entrenado o neófito- se topa con un ensayo como este
se interrogará muchas veces sobre su posible ubicación en el paisaje de
unas taxonomías literaria y crítica que resulta a veces demasiado
conservadora frente a estos nuevos modelos de pensamiento y de
escritura. Dónde ubicar este libro, dónde acogerlo sino en los rubros de
la crítica, la antropología cultural, la sociología, la filosofía o la teoría estética.
O, acaso, la ironía se vuelve mayor si su ubicación, de golpe, se
localiza en los dominios de la narrativa.
En cualquiera de los primeros rubros pudiera figurar, pero [si por accidente y catástrofe] los lectores o libreros lo colocan en los ámbitos de la narrativa quedaría refrendado, entones, quizás incluso por error, el mayor valor de este libro: el de ser un relato exquisito respecto de ese mundo de afuera que nos mira, a todos, como auténticos locos.
En cualquiera de los primeros rubros pudiera figurar, pero [si por accidente y catástrofe] los lectores o libreros lo colocan en los ámbitos de la narrativa quedaría refrendado, entones, quizás incluso por error, el mayor valor de este libro: el de ser un relato exquisito respecto de ese mundo de afuera que nos mira, a todos, como auténticos locos.
Un
ensayo mal pensado o gestionado jamás abrazaría la virtud de una
escritura sofisticada que advierta de su elegancia e inteligencia. En el
ensayo, lo sabemos, el vigor de las ideas y el vértigo de la pulsión
literaria copulan en el epicentro de la palabra escrita. La idea deviene, así, su propio discurso. Mierda y catástrofe…
es, precisamente eso, un libro de ideas, un ejercicio de pensamiento
que queda, allí, para despertar de la pereza y sepultar la desidia de
este tiempo.
Cuando desperté, el libro estaba allí.
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¿Qué hay detrás del dineral de las exposiciones temporales?
Utilizar a la masa para que la elite pueda especular.
Miles de
personas aceptan someterse a varias horas de espera de pie y a la
intemperie para ver una exposición que no ha sido diseñada para ellas
¿Ritual o mangoneo de las exposiciones?
Adam Cohen.
El siguiente artículo molestará a más de uno, pero tengo asumido ya que decir lo que pienso es el gentle art of making enemies.
Lo que acontece en las exposiciones temporales de arte en los museos nacionales o instituciones privadas no acontece en ningún otro ámbito de las artes en nuestra sociedad occidental.
¿Cuántos pensadores, escritores, escultores, pintores o directores de cine reciben, regularmente, del Estado o de una institución unos 2 millones de euros para expresar sus elucubraciones sobre un tema dado? Muy pocos.
En cambio, los comisarios de exposiciones - curator o curador en el mundo anglosajón- sí que disfrutan de financiación para sus caldos de sesos que suelen vestir de reflexiones filosóficas, investigaciones científicas o revisiones históricas, presentadas con evocadores títulos: el trazo oculto, la belleza encerrada, el poder de la Sombra, las lágrimas de Eros, Arte y Poder, antes del diluvio… y este derroche de medios se repite una y otra vez, año tras año.
Y yo me pregunto: en este mundo materialista, donde nadie hace nada por nada, y donde el altruismo, el bien común, la caridad, el amor a la belleza, la ayuda mutua y desinteresada parecen ya ideas extraterrestres ¿qué propósito cumplen estas exposiciones pagadas en su mayoría con dinero público, qué intereses las promueven? ¿Elevar el nivel cultural del ciudadano? ¿Ampliar el horizonte intelectual de la población? ¿Aportar un entorno de belleza y reflexión a los visitantes? ¿De verdad nuestros amos se preocupan tanto de nuestro bienestar y biencrecer? Me temo que no.
Un arma mediática y política
No es políticamente correcto decir que las exposiciones de arte son, en realidad, un arma política y, por tanto, forman parte de la política cultural o, mejor dicho, de la utilización por los gobiernos de la cultura con fines políticos de propaganda, autobombo, imagen pública e imagen internacional; de ahí que no se busque rentabilidad económica y se tolere el gasto excesivo que se da por bien empleado si el eco mediático ha sido satisfactorio. Como los Medici y Napoleón sabían hace tiempo, los políticos han descubierto que el arte da prestigio al poder.
Comisarios y expertos, convencidos de que están obrando por la Cultura y el bien de la Humanidad, no parecen tener la sensación de mal gastar. Y esta manga ancha con la financiación de los eventos culturales se tolera en este campo porque la misión que cumplen es el impacto mediático, la imagen pública del gobierno, el prestigio profesional de los organizadores, el prestigio institucional y político, el prestigio del poder en definitiva.
En el ámbito del arte, es indispensable que las muestras figuren en la prensa como “la mayor exposición celebrada” sobre tal artista, convirtiendo a menudo la política cultural en una carrera para entrar en el libro Guinness de las exposiciones. Se preferirá exponer cientos de obras en lugar de las justas y necesarias. La crisis, por suerte, ha puesto cierto coto a estos hábitos, pero triste es comprobar que son los recortes y no la conciencia y la responsabilidad los que han puesto un límite al derroche.
Un acicate a la especulación sobre arte
Además de ser un arma predilecta de los gobiernos y de los expertos, las exposiciones temporales están también relacionadas con la especulación financiera sobre las obras de arte que muchos bancos, entidades financieras, grupos empresariales y multimillonarios practican, pues en el inestable mundo financiero actual el arte se ha vuelto goloso.
Para los grandes bancos y entidades financieras, que invierten, por ventajas tributarias, en fundaciones culturales y forman colecciones de arte –generalmente de arte contemporáneo, pues el otro es inaccesible-, es crucial mantener el interés del público por el arte actual y los objetos de arte en general: para ello, es necesario convencerlo de su valor incuestionable porque es una manera de garantizar el precio y la credibilidad de unos objetos, muchas veces de dudoso valor intrínseco pero que permiten el blanqueo de dinero y la especulación pura y dura. Pondré un ejemplo reciente que describe este fenómeno.
Como nos informa la misma web del Museo del Prado.
en el año 2006 el BBVA pagó 26 millones de euros de deudas con Hacienda con la entrega al citado museo de una colección de bodegones del corrupto Naseiro -que incluye el ya famoso “besugo de Bárcenas” ¡¡¡expuesto a pocos metros de Goya!!!-. Así, gracias al interés de los medios y los centros de arte de prestigio por cierto tipo de pintura (en este caso conviene hacer subir el precio del bodegón del siglo XIX), un banco podrá pagar sus impuestos cómodamente con cuadros comprados baratos y oportunamente sobrevalorados por expertos del Departamento de Tasación de Patrimonio Nacional. ¿Quiénes son estos expertos? ¿Para quién trabajan estos funcionarios públicos si los favorecidos por sus estimaciones al alza son precisamente ex – tesoreros corruptos y entidades bancarias, y el principal perjudicado es el erario público, es decir el público? Que cada uno encuentre la respuesta.
El público usado e ignorado
Si la preocupación genuina de las políticas de exposiciones temporales fuera generar cultura, elevar el nivel de reflexión, o hacernos más sabios, las exposiciones serían, primero, más pequeñas, pues tendría en cuenta al visitante. Por mi experiencia profesional, el tiempo medio de atención es de una hora y media a lo sumo, y a partir de cierto momento, el espectador ha tocado fondo en su capacidad de comprensión y asimilación. Una exposición con 40 piezas es más que suficiente. Una exposición Dalí con más de 200 piezas es un mareo asegurado y la morralla está garantizada pues las obras realmente buenas e importantes son escasas y se prestan con dificultad. Pero estamos en una sociedad en la que lo cuantitativo siempre está por encima de lo cualitativo.
Si el destinatario de las exposiciones fuera el público, las exposiciones tendrían un claro propósito didáctico y serían más fáciles de entender, los textos del catálogo estarían diseñados para facilitar la profunda comprensión de la hipótesis presentada, lo que no significa que deban ser simplistas; y la audio guía no sería una acumulación de datos o una verborrea supuestamente culta, encargada de rellenar el comprensible y legítimo silencio mental del espectador inexperto sino que serían amenas y enseñarían a ver.
El público se pasea por las salas sin entender gran cosa a pesar de ser, al fin y al cabo, el que paga la entrada y permite recuperar la colosal inversión. En las exposiciones financiadas con dinero público, el ciudadano es un pagafantas que paga dos veces.
Las exposiciones temporales de arte son demasiado grandes, muestran demasiadas piezas; son excesivamente sesudas y están realizadas por self-centered expertos para su propio curriculum académico, pues buscan exclusivamente ser valorados por otros expertos e instituciones internacionales. Y de paso, importa saber que los visitantes expertos y personalidades del mundo de la cultura y la política NUNCA pagan la entrada a las exposiciones y reciben habitualmente el catálogo como regalo.
Es como si fuéramos a ver una película pagada con dinero público, hecha por expertos cinéfilos para otros expertos que entran gratis, mientras el público estaría dispuesto a esperar una cola de tres horas, pagar su entrada para luego no entender prácticamente nada de lo que allí se dice. Bastante absurdo ¿no? ¿Cómo es esto posible?
No creo que el público medio sea especialmente tonto, pero sí creo que existe un abismo entre la complejidad del concepto de una exposición y la capacidad de comprensión del público habitual de las exposiciones. Tras varias décadas como profesor de arte, he mostrado y comentado casi dos centenares de exposiciones. Al terminar la visita, nunca ha faltado el siguiente comentario: “sin sus explicaciones hubiéramos pasado delante de las obras sin siquiera atisbar todo lo que esta exposición plantea”.
El arte como nueva religión.
¿Por qué el ciudadano está dispuesto a aguantar varias horas de cola para luego ver muchas cosas pero no entender prácticamente nada? Es difícil entender la aceptación sumisa del público a esta distancia reiterada, insalvable y hasta displicente entre emisor y receptor, pero propongo la siguiente explicación: creo que es del orden de la fe. El ciudadano inexperto en arte visita exposiciones porque cree, aunque no haya entendido el asunto planteado, que la entrada al recinto sagrado del museo tiene la capacidad de elevarlo en su cotidianeidad. El urbanita posmoderno está hambriento de elevación, desea añadir a su vida de esclavo aunque sólo sea un perfume de belleza y cultura, un aura de inmaterialidad, algo que al fin lo acerque a la divinidad, pues algo en él le recuerda que no es sólo materia consumista.
Pasa el tiempo y todo sigue igual. Se repíte la liturgia de la misa en latín. Vas a la iglesia para oír una misa de la que no entiendes nada, pero regresas a casa satisfecho, con el alma en paz, con la sensación de haber cumplido con el ritual que acompaña toda fe: la profunda convicción de que más allá de lo humano hay algo divino y el ceremonioso ritual es una servidumbre de paso para llegar a él.
Como antes la Iglesia, ahora los poderes políticos y económicos se aprovechan de la masa sedienta de espiritualidad para reforzar sus mecanismos.
Connecting the Dots.
Llegados a este punto, el lector tal vez se pregunte: ¿qué tendrá que ver el despilfarro y la falta de didáctica de las exposiciones temporales con la especulación sobre el arte y el hambre de trascendencia del ciudadano?
En el pasado, la Humanidad siempre tuvo conciencia de la existencia de un mundo más allá de lo visible, la religiosidad es consustancial al ser humano, de ahí que durante milenios, el ser humano haya utilizado ciertos objetos simbólicos y mágicos para relacionarse con lo oculto, objetos que eran vehículo de la energía sutil y le permitían comunicar con otros planos. En la sociedad moderna atea y cientificista, la conciencia de la utilidad de los símbolos como puertas interdimensionales ha desaparecido pero no así la necesidad del vínculo con el más allá, pues está en la esencia de lo humano: ahora ha pasado a un plano inconsciente. Así, la creencia en el poder mágico de los objetos no ha desaparecido sino que se ha desplazado, por ejemplo, al fetichismo del marquismo contemporáneo: colgarse del brazo un bolso de lona plastificada de Louis Vuitton que cuesta un sueldo es vivido interiormente por la poseedora como un gesto casi ritual que garantiza una elevación y permite el acceso repentino al anhelado estatus social. Al salir de la tienda con el objeto mágico, ella se siente otra.
Este ejemplo me sirve para describir cómo la creencia en el poder de lo mágico perdura de forma inconsciente y se ha trasladado a ciertos objetos hábilmente convertidos en símbolos por la publicidad pero drásticamente vaciados de toda genuina espiritualidad. Además de los bolsos, están ciertas joyas, relojes, coches y, como no podía ser de otra manera, obras de arte de algunos autores que han sido previa y oportunamente santificados por las casas de subastas, museos, coleccionistas, fundaciones y galerías de arte. En este juego de objetos mágicos, el arte ostenta el estatus máximo porque un rico que tiene coches caros cuando muere, es un rico muerto, es decir poca cosa. Pero un millonario que ha creado una colección de arte, hereda el aura del filántropo, del benefactor de la Humanidad, su museo se convierte en su mausoleo que le permite alcanzar la inmortalidad. Así de grande es el poder del arte.
Y por fin llegamos a explicar la relación entre la sumisión del pagafantas de la exposiciones y la especulación con las obras de arte: como el ser humano no puede dejar de necesitar la belleza en su vida y se ve inconscientemente atraído por la fuerza mágica de los objetos simbólicos, el poder político y económico va a interferir, desde su posición superior de control, en la relación directa entre el público y la belleza para desviar, casi secuestrar, esta energía en su propio beneficio. Dicho de otro modo, el público podría relacionarse directamente con la belleza sin interferencias del poder (y esto sería posible si el público no se comportara como masa), pero los poderosos no lo van a permitir pues esta energía les es de gran utilidad, por tanto se las van a arreglar para que el aura y esplendor del arte revierta en sus personas y en sus cuentas bancarias.
Para lograr robar esa energía en su provecho, el poder pervierte y cosifica el anhelo de trascendencia del pueblo y lo convierte en una inversión en autoimagen para unos, y en dígitos bancarios para otros.
Los políticos necesitan autobombo, las instituciones culturales y los expertos buscan su prestigio internacional mientras los especuladores, apoyados en todos esos egos, hacen su negocio comprando barato y revendiendo caro, haciendo subir como la espuma y, gracias a la colaboración de los expertos, los precios de ciertas obras que serán compradas y atesoradas por millonarios que ya no saben en qué invertir con seguridad. Se sabe ya que Ginebra y Singapur son lugares donde los coleccionistas están ocultando sus adquisiciones en obras de arte, resguardándolas en grandes contenedores, opacos al fisco, y desde dónde pueden hacer sus transacciones sin necesidad de sacarlas a subasta pública.
¿Y cómo se sostiene todo este tinglado basado en unos precios y unos valores establecidos por expertos y casas de subastas?
Pues, aunque parezca una exageración, esto se sostiene, una vez más, sobre los hombros económicos del contribuyente y la credulidad del ciudadano sediento de espiritualidad.
Las obras de arte otrora vehículos hacia lo intangible ya sólo son piezas de valor mercantil con un alto índice de rentabilidad que se apilan en la oscuridad de un contenedor secreto.
Si el ciudadano medio tomara conciencia de lo que aquí estoy describiendo y se diera cuenta que toda esta farsa lo utiliza, lo usa y lo desprecia pero al mismo tiempo depende de él, si el público comprendiera esto, daría rotundamente la espalda a este circo y probablemente el fenómeno colapsaría pues éste se sostiene en la confianza ciega en el valor de lo mostrado, se sostiene sobre la fe del pueblo en el arte. No, la fe de los ricos en el valor de los cuadros no sería suficiente, sería un capricho, y los caprichos no cotizan en bolsa.
Así, llegamos a la paradoja siguiente:
Es la mirada devocional del público que no llega a fin de mes la que transforma unos simples rectángulos untados con óleo en valores de especulación para multimillonarios
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El Interbolsa del arte
El marchante A vende cada pieza a US$5.000 a B y C, dos coleccionistas prestigiosos. A se queda con el 50 por ciento de la venta y arregla con B y C para que oferten las piezas de K en una subasta.
Antes de la oferta el artista se presenta en sociedad: K va con A, B y/o C, a inauguraciones y fiestas; un curador D, asociado a alguna institución, lo entrevista o firma un catálogo promocional con un texto genérico; publicaciones de arte en las que pautan galerías vinculadas a K, o con lazos con A, B y/o C, se referirán a él; circulará el rumor de que K estará en una curaduría colectiva en un museo donde solo exponen individualmente los consagrados.
LAS GALERIAS DE ARTE CONTROLAN EL VALOR DE SU ARTE MANIPULANDO: - A COMPRADORES B EL PRECIO DE LA OBRA
Comienza la subasta, pero ¿por qué usar este método para darle un
precio a las obras de K? ¿Por qué no dar una cifra y ya?
Porque a falta
de crítica, o por los problemas y demoras que genera una valoración
crítica, la subasta
es el medio expedito para inflar y dar legitimidad: la puja por las
piezas de K cierra en US$120.000 c/u.
El remate fluyó sin contratiempos. K todavía no es muy conocido, sí lo será cuando se conozca el resultado astronómico de la “puja” de B y C.
¿Dónde está el dinero? B pagó la
pieza de C, C pagó la pieza de B. Es decir, el dinero no se ha movido,
las piezas sí.
Días, meses o años después, B y C ofrecen a un miembro E de la junta de un museo la donación de las piezas de K.
Lo más importante:
B y C certifican en su declaración de impuestos una relación de
US$120.000 c/u por donaciones. En algunos países, un tercio del monto
total de lo donado se deduce de la declaración de renta: US$40.000. B y
C, que en un principio tuvieron que desembolsillar US$10.000 entre los
dos, obtuvieron una ganancia neta de US$35.000 por cabeza (habría que
restarle la comisión de la casa de subastas y lo que le corresponde a A
por la intermediación).
K recibió US$5.000 por sus obras; es feliz, el dinero le hace bien, el futuro pinta mejor. Si K y sus obras son dúctiles podrá seguir trabajando con A, B, C, D, E y llegar lejos, pero si dejan de serlo, las fuerzas –o los fuertes– del mercado encontrarán un nuevo artista al que mimar.
Lo anterior es solo un esquema perfectible. Un fondo de inversión en
arte sabrá conjugar todo el abecedario y redactar cada vez mejor el
novelón bursátil: fragmentará el mercado, pagará un cabildero para que
tramite más excepciones tributarias por filantropía, tacará con sigilo carambolas más virtuosas, hará pirámides a corto, mediano y largo plazo. Hablamos de arte: la misma libertad y apertura que existe para hacerlo e interpretarlo se extiende a su compra y venta.
Hace poco, en esferapublica.org, Halim Badawi publicó Business is business: especulación y mercado en la obra de Óscar Murillo, un análisis intuitivo sobre el furtivo tinglado tras la venta, el pasado 26 de junio, de la obra Sin título
(2011) de este artista de veintiocho años de origen latino (colombiano o
guatemalteco, es lo mismo).
La pieza se vendió en la casa de subastas Christie’s
en Londres por US$391.000, “superando trece veces su estimado bajo”. Es
un inspirador caso de estudio, tanto, que las dudas de Badawi sobre la
importancia y mercadeo de la obra –dentro del conjunto de piezas de
Murillo y de otros artistas– fueron subestimadas en el foro por un
académico y un analista de mercado.
Ambos personajes, acomodados en su
rol ilustrado y financiero, parecían hipnotizados por el resultado de la
subasta y cumplieron solícitos con la sentencia que el crítico Robert
Hughes acuñó en su texto Arte y dinero:
“El mercado debe encontrar
maneras de poder vender arte mediocre a malo a unos precios lo
suficientemente altos como para acallar las protestas estéticas”.
En ese mismo foro virtual, una voz cándida protestó, sacó a la luz el
color de piel de Murillo, jugó la carta de la discriminación y gritó:
“¡Dejen jugar al moreno!”. Un clamor al que podrían sumarse otros
intermediarios de cuello blanco, inversionistas tipo Interbolsa, que
gritarían casi lo mismo al unísono: “¡Déjennos jugar con el moreno!”. ¡Éxitos!
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Una amarga confesión
Texto íntegro de las declaraciones hechas por
Pablo Picasso
a la revista de L´ Association Populaite des Amis de Musées, “Le Musée vivant” nº 17-18 del año 1963. “Cuando yo era joven, igual que todos los jóvenes, tuve la religión del arte, del gran arte; pero con el correr de los años me he dedo cuenta de que el arte, tal y como se lo concebía hasta finales de 1800, está ya acabado, moribundo, condenado, y que la pretendida actividad artística, con todo su florecimiento, no es más que la manifestación multiforme de su agonía.
Los hombres se apartan, se desinteresan cada vez más de la pintura, de la escultura, de la poesía; aparte de las apariencias contrarias, los hombres de hoy tienen puesto su corazón en otra cosa muy distinta: las máquinas, los descubrimientos científicos, la riqueza, el dominio de las fuerzas naturales, y de todos lo territorios del mundo. Nosotros ya no sentimos el arte como una necesidad vital, una necesidad espiritual, como era el caso de los siglos pasados.
Muchos de entre nosotros siguen siendo artistas y ocupándose del arte por unas razones que tienen muy poco que ver con el verdadero arte, sino por espíritu de imitación, por nostalgia de la tradición, por inercia, por el gusto de la ostentación, del lujo, de la curiosidad intelectual, por moda o por cálculo. Viven todavía por costumbre y por esnobismo, en un reciente pasado, pero la gran mayoría de ellos, en todos los medios, no tienen ya una pasión sincera por el arte, al cual consideran, todo lo más, como una diversión, un ocio y ornamento.
Las nuevas generaciones, amantes de la mecánica y del deporte, más sinceras, más cínicas y brutales, irán dejando el arte, poco a poco, relegado a los museos y las bibliotecas, como una incomprensible e inútil reliquia del pasado. En el momento en que el arte ya no es alimento de los mejores, el artista puede exteriorizar su talento en toda clase de tentativas de nuevas fórmulas, en todos los caprichos y fantasías, en todos los expedientes de la charlatanería intelectual.
El pueblo ya no busca ni consuelo ni exaltación en las artes. Y los refinados, los ricos, los ociosos, los destiladores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraordinario, lo original, lo extravagante, lo escandaloso. Por mi parte, desde el “cubismo” y más lejos aún, he contentado a esos señores y a esos críticos con las múltiples extravagancias que me han venido a la cabeza, y cuanto menos las han comprendido, más las han admirado. A fuerza de divertirme con todos esos juegos, con todas esas paparruchas, esos rompecabezas, acertijos y arabescos, me hice célebre rápidamente. Y la celebridad significa para un pintor: ventas, ganancias, fortuna, riqueza.
En la actualidad, como sabéis, soy célebre y muy rico. Pero cuando estoy a solas conmigo mismo, no tengo el valor de considerarme artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Ha habido grandes pintores como Giotto, Tiziano, Rembrandt y Goya. Yo no soy más que un bufón público que ha comprendido su tiempo. La mía es una amarga confesión, más dolorosa de lo que pueda parecer, pero que tiene el mérito de ser sincera”
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arco- abril 2015:
DIARIO DE UN COLECCIONISTA (SIN PRESUPUESTO)
“Muchos cambian su arte para seguir la moda”
El coleccionista argentino Jorge Pérez es uno de los 25 latinos más influyentes de Estados Unidos según la revista 'Time'
“He gastado 340.000 euros en Arco”. Jorge Pérez (Argentina, 1949)
revela, excepcionalmente, la cifra mientras desayunamos en el Hotel
Palace de Madrid. El coleccionista ha comprado 11 piezas.
Pérez es conocido en el mundo del arte por muchas cosas. Su pasión compradora, su riqueza (3.100 millones de dólares, según la revista Forbes), un museo que lleva su nombre (Pérez Art Museum Miami, PAMM) y una actividad profesional, la promoción inmobiliaria en Miami, que le ha situado, acorde con la publicación Time, entre los 25 latinos más influyentes de Estados Unidos.
Pregunta. ¿Los grandes coleccionistas han sustituido a la crítica de arte?
R. He visto artistas, no le doy nombres, que si les compra un gran coleccionista al día siguiente pasan de costar 10.000 a 40.000 euros.
El arte se ha convertido en un símbolo de estatus social.
P. La especulación afecta, incluso, a artistas veinteañeros. ¿Esa tensión en los precios le dificulta comprar obra?
R. Sí. Se convierte en una carrera. Por ejemplo, Óscar Murillo, 29 años, ni te lo vende la galería. Tienes que esperar. Lo conozco desde cuando sus cuadros no costaban casi nada. Es algo que da miedo. Murillo es un artista estupendo. Pero otros, como Gordillo, 50 años de trayectoria y en todos los museos del mundo, cuestan la tercera parte. ¿Ese valor es real o no?
P. ¿Manipulación?
R. Sí. El mercado del arte se manipula de tal forma que hay artistas que casi no pueden entrar. Actualmente si eres un creador figurativo estás jodido. Manda la instalación y lo conceptual. Y muchos cambian su arte para seguir la moda o los deseos del comisario de turno. Se vuelven como un traje de Carolina Herrera.
P. Pero nunca había existido una vinculación tan estrecha entre el lujo y la plástica.
R. Es un branding. En mis edificios no lo hacemos solo por esa razón. Pero me gasto un dineral en incorporarles obras de arte. Algunos socios me piden que les compre piezas para los inmuebles. “Tengo dos millones de dólares de presupuesto”, me dicen. Es estatus. No que les guste.
P. La culpa es suya porque es el único promotor del planeta que tiene asociados a sus edificios comisarios que deciden qué piezas se instalan.
R. No me siento mal, soy un vendedor. He ido aprendiendo. Antes no entraba en los museos en las “cosas raras”. Ahora me esfuerzo por estudiar y mirar. Hoy veo piezas que no me gustaban y digo ¡guau!
P. Asegura que su gran ilusión es descubrir al nuevo Picasso ¿Lo ha encontrado?
R. Secundino Hernández será uno de los grandes y Óscar Murillo es un artista tremendo, pero algunas veces la fama y el dinero… En lo personal, lo importante es la pasión. Tengo amigos de mi sector que ya han ganado 1.000 millones de dólares y no tienen ganas de hacer otras cosas. Yo aún mantengo la tensión de crear edificios con los mejores diseñadores.....
Pérez es conocido en el mundo del arte por muchas cosas. Su pasión compradora, su riqueza (3.100 millones de dólares, según la revista Forbes), un museo que lleva su nombre (Pérez Art Museum Miami, PAMM) y una actividad profesional, la promoción inmobiliaria en Miami, que le ha situado, acorde con la publicación Time, entre los 25 latinos más influyentes de Estados Unidos.
Pregunta. ¿Los grandes coleccionistas han sustituido a la crítica de arte?
R. He visto artistas, no le doy nombres, que si les compra un gran coleccionista al día siguiente pasan de costar 10.000 a 40.000 euros.
El arte se ha convertido en un símbolo de estatus social.
P. La especulación afecta, incluso, a artistas veinteañeros. ¿Esa tensión en los precios le dificulta comprar obra?
R. Sí. Se convierte en una carrera. Por ejemplo, Óscar Murillo, 29 años, ni te lo vende la galería. Tienes que esperar. Lo conozco desde cuando sus cuadros no costaban casi nada. Es algo que da miedo. Murillo es un artista estupendo. Pero otros, como Gordillo, 50 años de trayectoria y en todos los museos del mundo, cuestan la tercera parte. ¿Ese valor es real o no?
P. ¿Manipulación?
R. Sí. El mercado del arte se manipula de tal forma que hay artistas que casi no pueden entrar. Actualmente si eres un creador figurativo estás jodido. Manda la instalación y lo conceptual. Y muchos cambian su arte para seguir la moda o los deseos del comisario de turno. Se vuelven como un traje de Carolina Herrera.
P. Pero nunca había existido una vinculación tan estrecha entre el lujo y la plástica.
R. Es un branding. En mis edificios no lo hacemos solo por esa razón. Pero me gasto un dineral en incorporarles obras de arte. Algunos socios me piden que les compre piezas para los inmuebles. “Tengo dos millones de dólares de presupuesto”, me dicen. Es estatus. No que les guste.
P. La culpa es suya porque es el único promotor del planeta que tiene asociados a sus edificios comisarios que deciden qué piezas se instalan.
R. No me siento mal, soy un vendedor. He ido aprendiendo. Antes no entraba en los museos en las “cosas raras”. Ahora me esfuerzo por estudiar y mirar. Hoy veo piezas que no me gustaban y digo ¡guau!
P. Asegura que su gran ilusión es descubrir al nuevo Picasso ¿Lo ha encontrado?
R. Secundino Hernández será uno de los grandes y Óscar Murillo es un artista tremendo, pero algunas veces la fama y el dinero… En lo personal, lo importante es la pasión. Tengo amigos de mi sector que ya han ganado 1.000 millones de dólares y no tienen ganas de hacer otras cosas. Yo aún mantengo la tensión de crear edificios con los mejores diseñadores.....
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 11 OCT 2008
Llegará un día, más tarde o más temprano, en el que habrá una sublevación general y probablemente victoriosa contra la tiranía de lo nuevo, contra la coacción y la angustia de no quedarse atrás, de estar al tanto de las propuestas rompedoras, de las últimas tendencias, de lo nunca visto. Los curators estrellas se verán forzados por la necesidad a implorar trabajo como bedeles en renacidas academias de dibujo artístico o como guías de turismo. Algunos, los más avispados, seguirán organizando bienales en apartados municipios, pero se habrán cambiado el nombre para eludir el oprobio, y en las reuniones de padres de la escuela de sus hijos dirán que se dedican a algún trabajo honrado. En los centros innumerables de arte contemporáneo de las comunidades autónomas españolas se instalarán salones de bingo o museos de aperos de labranza y trajes regionales.
Los críticos de arte ahora más punteros se apuntarán a cursillos de reeducación en los que irán aprendiendo, muy poco a poco, muy dolorosamente, a expresarse por escrito de manera inteligible.
Tiendas de lienzos y de materiales artísticos, ahora sumidas en una penumbra en la que dependientes solitarios se sacuden tristemente las telarañas y el polvo de los mandiles grises, revivirán con la venta masiva de caballetes y paletas de pintor. Como siempre pasa en las revoluciones y en las contrarrevoluciones, se cometerán excesos:
la Tate Modern y el MoMA compartirán una gran retrospectiva con las creaciones ceráminas más sobresalientes de la casa Lladró; los pintores se harán fotografiar delante de sus caballetes, con boina y perilla, sosteniendo la paleta, vestidos con anchos blusones...
http://elpais.com/diario/2008/10/11/babelia/1223681955_850215.html
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Contemporary Art Reflects Our Cultural Degeneracy 2015-07-10
Paul McCarthy's "Butt Plug" in Paris.
The performance art of Emma Sulkowicz is only the latest example in the long decline of Western art. Her recent failed effort at amateur pornography, entitled Ceci N’est Pas Un Viol in a sad attempt to make it sound sophisticated, was done under her own auspices.
But her earlier classic of “endurance performance art,” Carry That Weight, where she hauled a 50-pound dorm mattress around as she attended class, was sponsored by Columbia University as her senior thesis for her visual arts degree.
But Sulkowicz’s sophomoric attention whoring is only the tip of the iceberg. Contemporary art as a whole is ugly, narcissistic, puerile, and degenerate—in other words, it is a perfect indicator of the health of Western culture.
Art in a healthy society
Art is not utilitarian. The primary purpose of art is to be beautiful—to lift up the soul. Classical Greek sculpture and architecture are good examples of this. The statues of that period capture the ideal human figure while buildings, such as the Parthenon, reflect the order of the universe.
Of course, there are other reasons why people create art. Sometimes art is didactic, as in the case of the stained glass windows of the medieval cathedrals. These windows depicted scenes from the bible and the lives of the saints as a way of teaching illiterate people about the Christian faith.
At other times, art may have a political message. An example of this is the Medici Chapels in Florence. These exquisite monuments proclaim the wealth and high culture of the Medici family.
Medici Chapels
But even with these examples, the primary purpose of these works is still beauty. The stained glass windows are beautiful even apart from the biblical events that they depict. A modern day visitor to the Medici Chapels who knows nothing of that powerful family will still find the Chapels awe-inspiring.
So in a healthy society, art is not used primarily as vehicle to convey some political message or to be used as propaganda.
The beginning of the decline of Western art
Caspar David Friedrich – Wanderer Above the Sea of Fog
It is difficult to pinpoint exactly when art started to decline. My own guess is that the decline had its roots in Romanticism, an artistic movement that originated in the late 18th century and ended around 1850. The Romantic period emphasized the originality, emotion, and individualism of the artist.
At first glance, these do not seem to be bad values, but they set the stage for future degeneration. With originality, artists begin to feel the need to be completely unique. Each artist must represent a complete break with everything that came before him as well as his contemporaries. Introducing the emotion of the artist will eventually become making the art all about the artist’s feelings.
Marcel Duchamp – L.H.O.O.Q.
The art of the Romantic period is still beautiful and strangely powerful, but seeds planted during that period germinated in the 20th century with Dadaism movement, which may be best exemplified by the work L.H.O.O.Q. Although it was a small, avant-garde movement, Dada demonstrates that by the early 20th century, Western culture was already showing signs of exhaustion.
Contemporary art
Fortunately, the Dadaism movement was short lived, but that doesn’t mean that Western culture suddenly became healthy again. On the contrary, if we look at what passes for art today, it is difficult not to think that our culture is in a terminal stage.
Performance art
Shia LaBeouf – I Am Not Famous Anymore.
The most obvious offender against beauty and sanity is “performance art.” In addition to Emma Sulkowicz’s garbage, there are examples like actor Shia LaBeouf’s stunt at a Berlin film festival where he sat on a chair with a paper bag that said, “I’m not famous anymore,” over his head.
After it was revealed that LaBeouf had posted plagiarized Tweets, he staged another piece of performance art entitled #IAMSORRY. In the piece, LaBeouf sat in a room wearing a paper bag. Visitors were allowed to enter one at a time with something that might be humiliating to LaBeouf such as an Indiana Jones whip or a copy of a book that he lifted the Tweets from.
Shia LaBeouf – #IAMSORRY
During one of these visits, LaBeouf claims he was raped. According to TMZ, a “woman walked into the private room — where he was having silent one-on-one interactions with fans—and whipped his legs for 10 minutes, then stripped off his clothes and ‘proceeded to rape’ him.”
LaBeouf and Sulkowicz are not alone. There are tons of other ridiculous examples of performance art. Literally anyone can do it as long as there is some “message.” This entertaining link has performance art that consists of a half-naked woman lying on the floor, a woman who screams at wine glasses, and a man in a colorful one-piece bathing suit who helps to awaken your inner child.
One of these artists (the half-naked woman) writes:
Who can argue with that?
Painting and sculpture
Anish Kapoor – Dirty Corner
Contemporary painting and sculpture are not as awful as performance art, but they are degenerate as well. They tend to either contain some trite left wing message that attacks traditional values or they are just plain ugly.
Under the first category of artwork with a message we have the sculpture entitled Dirty Corner. It was created by British artist Anish Kapoor and is on display at Versailles. The artist described the work as depicting the vagina of a queen taking power. The implication is that it depicts the vagina of Marie Antoinette, who was beheaded during the French Revolution.
Would the French government have purchased this work if the artist used a more apt description such as “failed megaphone”? I doubt it.
Paul McCarthy – Train.
In a similar vein, there is American artist Paul McCarthy’s mechanical sculpture, Train, that depicts President George W. Bush sodomizing pigs. McCarthy also designed the giant green butt plug that is at the head of this article. Is this really art?
Francis Bacon – Painting (1946)
Under the second category of art that is simply ugly are the paintings of British artist Francis Bacon. He seemed to be obsessed with slaughterhouse imagery. The paintings definitely evoke feelings in the viewer, but they are not pleasant feelings.
Architecture
Frank Gehry – Guggenheim Museum, Bilbao
Contemporary architecture fares better because, at the end of the day, buildings must still be functional. However, architecture still suffers from the requirement that all of the art be completely original and unique to the architect. This is a departure from the way that architecture was done before, where architects elaborated upon the designs of their predecessors.
Take the Guggenheim Museum in Bilbao, Spain, which was designed by Frank Gehry. It is a striking, innovative design, but it is unique to Gehry. It has no antecedents, and I suspect that when Gehry dies, this design will die with him.
Conclusion
It would be wrong to blame artists for the decline of our culture. Rather, they are simply products of our culture and they are accurately reflecting the infantile, narcissistic, and leftist orientation of our society.
We can only hope that more artists will wake up from their indoctrination to once again start producing works of beauty, but for the foreseeable future, we will have to continue to endure more art by the Emma Sulkowiczs of this world.
returnofkings.com
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