D’Israeli:
la política es el “arte de gobernar a la
humanidad mediante el engaño”
Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid desde 1992, en la que ha ejercido casi toda su carrera académica, y donde ha ocupado cargos como el de vicerrector de Cultura, la dirección del Departamento de Ciencia Política o del Centro de Teoría Política de dicha universidad. También ha sido presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas de 2004 a 2008, y en la actualidad ostenta el cargo de director académico de la Fundación Ortega-Marañón. Ha publicado varios libros y más de un centenar de artículos académicos y capítulos de libros de ciencia y teoría política en revistas españolas y extranjeras, con especial predilección por la teoría política contemporánea. Colabora habitualmente en el diario El País y en la Cadena SER, expone con estilo, claridad y mesura, pero sin que le tiemble la escritura expresada con sencillez dirigida a un “público general, no a sus colegas”.
El autor ha considerado advertir antes de entrar en materia que, aunque “el libro está escrito por un académico” no va dirigido a sus colegas”, ha tratado de “evitar los excesos retóricos, las muchas citas y la “pedantería” casi tanto como caer en la banalidad o la presentación frívola de un tema que considero de la máxima importancia para la calidad de la democracia” Justa medida ya que la situación política y democrática en que nos vemos obligados a vivir, las castas políticas de unos y otros partidos nos la está situando un escaparate que deja mucho que desear, porque “La veracidad nunca se ha contado entre las virtudes políticas, y las mentiras se han visto siempre como instrumentos justificados en las transacciones políticas”
Un doloroso y triste presente que para la ciudadanía no es una mera sospecha o capricho, pues está mayoritariamente descontenta y en algunos términos colérica porque “Hoy más que nunca comienza a extenderse la sospecha de que vivimos en la mentira, en la esfera de las medias verdades, de la simulación de las realidades aparentes”. La hipocresía lo domina todo hasta convertirse en el “tributo que el vicio paga a la virtud”, contando, previo pago, con “los medios de comunicación los que se convierten en algo inevitable e incluso la incentivan”, por lo que hemos llegado a algo que en 1521 ya expresó
Maquiavelo:
“Desde hace ya algún tiempo nunca digo lo que
creo y nunca creo lo que digo, y así alguna vez resulta que digo la
verdad, la escondo entre tantas mentiras que es difícil de encontrar”La claridad de Vallespín exponiendo sólidos ejemplos y por tanto contundentes, en cuanto a crítica objetiva del enmarañado estado de nuestra política nacional e internacional, insiste en que soportamos
“Un mundo huérfano de verdad donde la textura de lo real se nos abre a una ilimitada gama de interpretaciones es un suelo fértil para edificar sobre él casi cuanto nos venga en gana”
Y prosigue:
“Y puede que en ese “casi” es donde esté la diferencia que hace que la diferencia, donde nos jugamos el ser o no ser de la democracia” Un panorama que a estas alturas a pocos ciudadanos coge de improviso, pues el asco reboza toda tolerancia hacia lo político, alcanzando niveles preocupante, peligrosos, para nuestra joven y endeble democracia, donde las libertades empiezan a recortarse y la ineficacia política aumenta hasta obligar la pregunta más insistentes de la sociedad española, porque “No es nada seguro que baste con la libertad, con gozar de espacio, prácticas y estructuras democráticas pasara combatir el engaño mediante el ejercicio de la crítica” Con la crisis la sociedad ante el miedo a perderlo todo busca la forma de poder salvar algo convirtiendo el diario vivir en una lucha por la supervivencia, por salvar lo posible, no perderlo todo, quien algo tenga, Esto crea, por imperativo, una ocupación total absorbente y en gran medida alienadora, siendo todos concientes de que
“Los políticos ya no representan a los ciudadanos y sus supuestos intereses y expectativas, se limitan a administrar los imperativos, casi siempre técnicos, de un sistema económico-aunque no sólo sea esté- sobre el que han perdido la capacidad de iniciativa”.
Un libro reflexivo, transparente, y de lectura fluida por la sinceridad del contenido y muestra de compromiso que todo intelectual, así como el ciudadano lúcido, debe mostrar con solidez, realismo y tolerancia, los muchos males que padece nuestra incompleta democracia poseída del virus de la degeneración y desmemoria de las ideas, suplantadas por un disfraz esperpénticos protagonizado por y mediocres cuadrillas de voceros del bostezo y el miedo.
-----------------------------------------------------------
"NO SON LOS HECHOS LOS QUE ESTREMECEN SINO LAS PALABRAS USADAS PARA DEFINIR ESOS HECHOS"
O sea, estos politicos y medios de comunicacion CREAN la realidad cuando la "enmarcan" a traves de las palabras.
El género de la obra es el ensayístico. El estilo, ameno. Se lee como si se estuviera oyendo a don Fernando Vallespín dar una ponencia en la que no falta el diálogo con los miembros del auditorio.
Con
habilidad y sensibilidad docente, supera con éxito el desafío de
escribir con rigor académico un libro asequible para legos, lo que
es coherente con el propósito del texto, que no pareciera ser el
de circunscribirse a los acotados espacios académicos o demostrar
una tesis novedosa, sino espolear a los ciudadanos a serlo,
resistiéndose a aplebeyarse, negándose a celebrar su “libertad” para
opinar cualquier tontería en facebook, al tiempo que
una agencia calificadora de riesgo extranjera determina las políticas
públicas por encima del sufragio popular.
Con
ese fin, Vallespín recurre a fuentes muy diversas. Desde
autores clásicos que, como Platón o Maquiavelo, discurren sobre la
organización de la polis y la gestión del poder, hasta
pensadores de vanguardia (Nicholas Carr o Eva Illouz, por ejemplo)
que reflexionan sobre el impacto de las nuevas tecnologías de la
información en nuestra cognición y prácticas de socialización. El
autor pone en diálogo a la filosofía política con la investigación
empírica en ciencia política y sociología, a la antropología con
la lingüística cognitiva, a la comunicación política con la gnoseología.
Destacable en la obra, por su peso particular, es el pensamiento
seminal de Arendt. Intuyo que en ella abreva especialmente don
Fernando para extraer nuevas luces con las que alumbrar los tiempos que
corren.
La
estructura de la obra es simétrica y sencilla. Cuatro capítulos
de seis subtítulos cada uno, complementados por una advertencia
inicial (sobre el carácter de la obra) y un epílogo (¿o epitafio?)
con el parte médico sobre la salud de la democracia moderna. A
continuación, una breve introducción al contenido de cada uno:
El capítulo primero, La decadencia de la mentira política,
trata de explicar la presencia de la mentira en la vida social y,
en particular, en el mundo de la política. La relaciona con la
capacidad humana para utilizar en beneficio propio las
ambigüedades y sutilezas del lenguaje, y con la motivación que para
emplearla tienen los políticos. No porque resida en la naturaleza de
estas personas una inclinación a mentir, sino por las
características de la política democrática y de la mediatización
de la competencia que le es propia en la actualidad (lo que
Vallespín denomina “hipocresía defensiva” de los políticos). La
causa principal de todo esto, sin embargo, está en que vivimos en
un mundo “huérfano de verdad”, en el que el lenguaje no representa
la realidad, la constituye. Así, en una posmodernidad sin realidad
social objetiva alguna, la lucha por el poder es la lucha por definir
la realidad continuamente, con las armas del spin, los frames, y el storytelling, en una guerra sin tregua entre múltiples representaciones de los hechos.
El capítulo segundo, Democracia y verdad, una pareja malavenida,
es, a mi juicio, el más valioso y sugestivo del libro. Si la
política democrática está cada vez más signada por la ficción,
ello se debe a la compleja relación entre la verdad (su
potencialidad despótica) y la democracia, y, por otro lado, entre los
elevados ideales de esta y su (modesta) realización efectiva. En
cuanto a la primera tensión, la democracia existe en tanto y en
cuanto la realidad objetiva no nos es accesible. Algo que Rorty
celebra en el altar de la libertad (lo que, por cierto, podría ser
otra lectura del título elegido por Vallespín: de no ser por nuestro
derecho a mentir, a reconstruir la realidad continuamente con
arreglo a nuestros intereses, no seríamos libres). Respecto de la
segunda tensión, aunque la veracidad y la sinceridad se cuenten
entre los ideales democráticos, al instaurar el sistema
democrático, de hecho, el gobierno de la opinión, incentiva a los
políticos (cuyo éxito o fracaso depende del respaldo popular) a
intensificar conductas comunes a las personas cuando actuamos en
sociedad: usar máscaras, actuar un papel y echar mano de
estrategias de persuasión, lo que, en su caso particular, satura
de teatralidad la escenificación de la realidad gestionada por los
medios (ya de por sí propicios, en tanto industrias de producción de
novedades, a la espectacularización de los hechos).
Otras
tensiones, además, complejizan la situación. La política
democrática está sujeta a un doble condicionante. Primero, continúa
estando anclada (aún en el contexto de la Unión Europea) en lo
local (que es donde el político promete y la gente vota) y, sin
embargo, la acción de gobierno debe responder, también, a actores,
dinámicas y regulaciones internacionales y supranacionales, en las que
los principios democráticos solo excepcionalmente operan. Segundo,
mientras los gobiernos deben encargarse de “la gestión de los
sacrificios sociales” impuestos por el sistema económico, que cada
vez más se presentan como “necesarios”, inevitables, sustraídos de
todo debate, requieren, también, seguir justificando sus acciones
de cara a sus electorados, correligionarios políticos, y
clientelas que demandan ser satisfechas. Aquí Vallespín lanza su
advertencia más contunde: si los gobiernos no pueden hacer más que
administrar las decisiones de mercados, de agencias calificadoras y del
FMI, sus operadores no solo se verán (aun más) obligados a crear
narrativas para disimular su irrelevancia, sino que, lo que es más
grave, habrán asumido la impotencia de la política. Sustituido el
político por el gestor, la figura del ciudadano carece de
sentido. La democracia deviene en una tecnocracia en la que
participamos solo de mentiras.
En el capítulo tercero, Patologías de la opinión,
Vallespín mueve el lente de su análisis y se enfoca en la ciudadanía,
no en los políticos. Primero realiza un análisis crítico de la
democracia deliberativa. Si bien una serie de condiciones óptimas
harían del debate público una instancia que favorecería la
elevación epistémica de las decisiones políticas que como personas
adoptamos, lo cierto es que las más altas aspiraciones de los
teóricos de la democracia deliberativa se estrellan contra nuestra
condición humana. Particularmente contra nuestra tendencia (cada
vez más pronunciada, merced a la cultura individualista y a la
emergencia de las redes sociales en el internet 2.0), a confundir
las opiniones que sostenemos con nuestra identidad y persona
misma. Es lo que el autor denomina el “narcisismo de la opinión
propia”. La defensa a ultranza del derecho a pontificar sobre cuanto le
plazca sin necesidad de fundamentar lo que dice, así como la
convicción de que en ello, en el ejercicio libérrimo (e
irresponsable) del derecho a emitir opiniones, se juega su libertad y
dignidad, retratan a este tipo de narcisista. Guetos virtuales
como su comunidad de amigos en facebook o la de los foristas del
blog que usualmente frecuenta (la “deliberación” de los afines),
le permiten reafirmarse en sus posiciones y sentirse parte
(especial) de un grupo. Es el ciudadano promedio de nuestras
sociedades en las que abundan las comunicaciones pero no las
deliberaciones.
El cuarto y último capítulo, El bazar de los disfraces,
profundiza estas últimas cuestiones. El autor se pregunta por la
subsistencia de un mundo común respecto del que pueda debatirse y
sobre el cual quepa la acción política. Cuando la realidad aparece
compartimentalizada y cada individuo reproduce sus opiniones en
infinidad de atomizados grupos, sin que estas se enfrenten con las
de otros, se imposibilita la dialéctica que podría generar
resultados sintéticos. Un ágora dónde compartir el mundo, es lo
que Vallespín echa en falta. Sin acceso directo a la realidad, sin
ni siquiera una experiencia común de esta, el mundo se nos
presenta siempre mediado, opinado y encuadrado (en multiplicidad de
formas), por los medios. Así, en el espacio público no se discuten
hechos. Se informa sobre la observación de observadores que
observan lo que ocurre. Es allí donde los políticos (que vuelven a
aparecer en la obra) se arrollan las mangas para trabajar, no
sobre la realidad, sino sobre las percepciones sociales de esta,
sobre la opinión pública.
Lo
anterior motivaría a los políticos a simular el debate entre
ellos. Aunque parezcan dirigirse a la bancada opositora, en
realidad, unos y otros, se dirigen al público en casa. Fingen
darse razones, pero no tienen incentivos para converger y llegar a
acuerdos, sino para disentir y radicalizar sus posiciones. De este
modo, no solo logran diferenciarse (lo que para cualquier marca es
elemental), sino que, con ocasión del ataque al oponente, del
alarmismo y la indignación, producen “política espectáculo”. De
esta depende la atención que les presten los medios, única vía
para competir en la conformación de las corrientes de opinión de
los ciudadanos (reducidos a meros consumidores). La política, en
consecuencia, es menos argumentativa y más emocional, más personal y
menos institucional. El botín es la atención del público a través
de los medios. Una prensa inclinada hacia el sensacionalismo, la
negatividad y la laxitud analítica, siempre en competencia por las
audiencias a las que hay que impactar y escandalizar día a día
con “algo nuevo”, cierra la triada de esta torre de Babel de
hiper-conectado autismo.
El nombre del Epílogo: Grecia al comienzo, Grecia al final. ¿Se ha autoliquidado la democracia?,
me da pie para una valoración final del libro. Varios son sus
méritos. Uno es (no podía esperarse otra cosa) la sinceridad. No se
pretende un texto objetivo, científico, que mire a su objeto de
estudio desde una distante ajenidad. Es una advertencia. Otea más
amenazas que oportunidades. Admite con honestidad intelectual las
respuestas que le faltan, sobre todo en materia de representación
política. Abre interesantes vetas de investigación.
La
obra no es alarmista pero sí un tanto pesimista. En su lamento
por la desaparición de los intelectuales, de un debate político
argumentativo o de un espacio público que le sea propicio, no
queda claro si compara las democracias actuales con otras mejores,
más “reales”, del pasado, o si las enfrenta con sus ideales, en
cuyo caso no es de extrañar que las de hoy tengan perdido el duelo.
Pienso que este es el caso. Que, con Bobbio, Vallespín critica la
democracia realmente existente enfrentándola a sus promesas
incumplidas. Lo que, además de válido, es necesario. Como la de
Saramago, la suya es una mirada triste y lúcida de la realidad.
Lucidez, también, para distanciarse de los discursos antipolítica,
de los cuales un rasgo distintivo es la victimización de la
ciudadanía. Su condescendencia, morbo e indiferencia, acusa Vallespín,
ha contribuido al estado actual de cosas. Para el autor, los
ciudadanos de las democracias modernas, los hijos de Abraham tan
seguros de ser libres, estamos poco atentos a lo que debería
concernirnos. No somos víctimas inocentes de la clase política.
Nuestra pasividad “correlaciona bien con lo que se nos oferta”.
http://www.ortegaygasset.edu/fog/ver/1509/circunstancia/ano-xi---n--30---enero-2013/resenas-y-noticias-bibliograficas/fernando-vallespin--la-mentira-os-hara-libres--realidad-y-ficcion-en-la-democracia
No hay comentarios:
Publicar un comentario