Intelectuales,
de Paul Johnson
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Un
libro que rompe con los mitos de intelectuales consagrados.
El periodista e historiador Paul Johnson se adentra en el mundo de los prohombres de la intelectualidad que han forjado buena parte del pensamiento moderno. |
Roberto
Santoña
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Sacando trapos sucios |
Como
la lista sería interminable se ha centrado en unos cuantos
que van desde Rousseau a Orwell, pasando por personajes tan dispares
como Marx, Hemingway o Tolstoi. Sin embargo en todos ellos encuentra un patrón psicológico y vital centrado en su mitomanía, egocentrismo y doblez. Si bien por un lado no dudaron todos ellos en afirmar que buscaban el bien de la humanidad, sus vidas concretas fueron la demostración de todo lo contrario. Muchos de ellos fueron asociales, despreciaron a sus prójimos, humillaron a las mujeres y, a pesar de considerarse de izquierdas, menospreciaron a los trabajadores. A modo de breves biografías, el libro recorre con agilidad su vidas y prestan al lector innumerables y sabrosas anécdotas de estos personajes. | |||||
Inconfesables secretos | La
lectura del libro, a pesar de su extensión, es rápida
y fluida. La moraleja la encontramos en las últimas páginas,
al insistir Johnson: “Tened cuidado con los comités, las
conferencias y las ligas de intelectuales. Desconfiad de las declaraciones
públicas emitidas desde sus apretadas filas. Pasad por alto
sus opiniones sobre los líderes políticos … El
peor despotismo es la cruel tiranía de las ideas”. |
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Rousseau (1712-1778) es el primero en ser sometido a revista en el libro de Paul Johnson La gran mentira de los intelectuales. Mitómano, exhibicionista, paranoico, onanista, cleptómano, avaro, dotado de una prodigiosa memoria y un poder de seducción insólito, se cuenta que atestaba los salones, donde leía sus textos en sesiones que se prolongaban durante quince o diecisiete horas, con pausas para comer o atender otras necesidades. Pausas frecuentes para el mismo Rousseau, afectado de una penosa incontinencia urinaria.Jean Jacques se quejó toda su vida de su mala salud, desmentida sucesivamente por su ardorosa actividad o por su amigo Hume, que confesaba no haber conocido nunca a un hombre tan robusto. El insomnio, sin embargo, y la deformidad de su pene, que le obligaba a usar un catéter doloroso, fueron sus mayores achaques. No por ello se desalentaba en lo principal. "Dejaría esta vida con aprehensión si llegara a conocer un hombre mejor que yo, con un corazón más amoroso, más tierno, más sensible". escribía.
Él fue el primer intelectual en proclamarse amigo del género humano. Aunque no de todos sus habitantes. De su amante, Thérése Levasseur, una joven lavandera de 23 años, que permaneció 33 años a su lado y con la que acabó casándose en su vejez, anotó: "No he sentido nunca ni una chispa de cariño por ella".
Aunque buena parte de la reputación rousseauniana descansa en sus teorías sobre la atención y educación infantil, tema subyacente en Emilio, El contrato social o incluso en La nueva Eloísa, las cosas discurrieron de este modo en su esfera privada: el primer hijo con Thérése, nacido en el invierno de 1746-1747, fue entregado envuelto en un paquete al hospital de los EnfantsTrouvés. Y lo mismo resolvió hacer con los cuatro hijos siguientes. Ninguno recibió nombre y, conociendo que sólo un 5% de aquellos asilados llegaba a la madurez y en forma de mendigos y vagabundos, es dudoso que sobrevivieran demasiado.
Las inquietudes a propósito de su desazonante conducta se racionalizaron en una teoría innovadora. En su discurrir, la educación constituía la clave tanto del progreso social como de la evolución moral y, siendo tan decisiva, su gobierno debía corresponder enteramente al Estado y no a padres, a veces tan tiránicos como el suyo o tan indignos como él. Acusado de tiránico e iracundo a su vez, o, como decía Diderot, poseído de un "orgullo satánico", el único amor de su biografía, la condesa de Houdetot, acabó diciendo de él: "Era demasiado feo como para darme miedo".
Este padre ilustrado de la modernidad fue un hombre terriblemente egocéntrico. La lista de sus perversiones sexuales, que gustaba de contar, es larga, al igual que el número de sus amantes o de los hijos que abandonó en la inclusa. A pesar de considerársele padre de la pedagogía no hizo el más mínimo ademán por educar a sus retoños. Con los años fue enloqueciendo en la misma medida que iba aumentado su prestigio. Su megalomanía era tal que consideraba que había una conspiración mundial en marcha contra su persona. Sus Confesiones están llenas de inexactitudes y oculta su tacañería que le llevó a dejar morir en la indigencia a sus seres queridos.
Feo también fue Jean Paul Sartre (1905-1980). Su padre, fallecido cuando el filósofo contaba 15 meses, medía 1,56. Jean Paul ganó sólo un centímetro más en la herencia y tuvo que apechar suplementariamente, desde los cuatro años, con las secuelas de una gripe que le dejó tuerto.
Sobre Jean-Paul Sartre podríamos detallar cómo supo sobrevivir durante la ocupación alemana sin ningún problema, mientras sus obras se representaban en el París ocupado. Sin embargo, años más tarde, no tenía ningún reparo en acusar a De Gaulle de nazi. Su oportunismo y el desencanto cultural tras la guerra, permitieron el éxito de su existencialismo. Su éxito entre los alumnos podría ser fácilmente explicable: no les hacía trabajar, no los examinaba, no les echaba broncas y les permitía fumar en clase. En su vida tuvo varias obsesiones: el sexo, el alcohol y los barbitúricos.
Él mismo, en sus Carnéts, escribía en torno a 1940: "Necesito disfrutar de la compañía de las mujeres para aliviarme de mi fealdad". Sartre, bon vivant, desaseado, dispendioso, amante del whisky, el jazz, los cabarés y las mujeres, en los finales de los años cincuenta llegó a tener hasta cuatro amantes al mismo tiempo: Michelle, Arlette, Evelyne y Wanda, sin contar con Simone de Beauvoir. Su Crítica de la razón dialéctica (1960) fue dedicada a Castor (apelativo cariñoso para la Beauvoir. beaver es castor en inglés), pero solicitó a Gallimard la impresión de dos ejemplares de uso privado con la dedicatoria "A Wanda".
Según Simone de Beauvoir, era este tipo de compañías femeninas, en general jóvenes alumnas, el que le inducía a graves excesos, y no sólo en el orden sexual. Citando a su biógrafa Cohen Solal, Johrison precisa que, en torno a 1960, Sartre bebía un litro de vino durante sus almuerzos en Lipp, La Coupole o Balzar, y que su consumo cotidiano de tóxicos comprendía dos paquetes de cigarrillos, varias pipas de tabaco negro, un litro de alcohol (vino, vodka, whisky, cerveza), 200 miligramos de anfetaminas, 15 gramos de aspirinas y varios gramos de barbitúricos, además de té y café.
La vida de la autora de El segundo sexo al lado de Sartre choca con sus postulados en contra de la explotación de la mujer. Cuesta trabajo explicar -anota el autor- cómo una personalidad tan brillante como la suya se aviniera a conducirse como una esclava. Sartre, falócrata en los sesenta, lo había dejado claro desde el principio. No renunciaría a otras mujeres y ella podía hacer otro tanto con los hombres. Ambos se confesarían después sus aventuras. El código amoroso y sartriano se condensaba en tres dictados: "Viajes, poligamia, transparencia".
"Le dije", escribe Sartre en Carnéts "que existían dos tipos de sexualidad: el amor necesario y los amores contingentes. Y Castor aceptó".
Con Simon de Beauvoir, Castor, montó un sistema para conseguir alumnas con las que satisfacer sus apetitos sexuales. La adalid del feminismo se convirtió en una especie de proxeneta del intelectual francés, al mismo tiempo que se dejaba humillar por él. A final de sus días, Sartre evidenció todas sus deficiencias intelectuales, ello no quitó que en su entierro se reunieran miles de estudiantes idiotizados por su ídolo.
El novelista norteamericano Nelson Algren fue el gran contingente de la Beauvoir, y en algunos sentidos el amor de su vida, pero, con la edad, ella aceptó su papel de seudoesposa, resignada, sexualmente inactiva y al margen. Beauvoir describió cruelmente estos últimos años con su compañero, prácticamente ciego, frecuentemente ebrio y desalentado intelectualmente, en La ceremonia de los adioses. La última traición que padeció fue saber que Sartre había adoptado legalmente a Arlette, convertida así en heredera universal de sus derechos literarios.
Las botas de Tolstói
Otro código de relaciones accidentadas llenó la vida de Tolstói (1828-1945) y de Bertrand Russell, entre otros intelectuales como Brecht, Shelley, Ibsen o Hemingway, que se examinan en el volumen.La pasión de Tolstói por el juego, la ambición de poseer más tierras y su conflictiva relación con la sexualidad ("La visión de los pechos de una mujer me ha disgustado siempre") fueron tres centros de zozobra. "No he conocido ningún hombre tan bueno como yo. No recuerdo haber actuado una sola vez mal en mi vida. Y, sin embargo, nadie me quiere. Es incomprensible", escribe en sus diarios.
Tolstói tuvo un hijo con una mujer casada, Askinia, que se llamó Timofei Baziki. Nunca lo reconoció. No obstante, y acaso por acercarlo a su lado, empleó a su madre de sirvienta, permitió al niño jugar por la casa y terminó haciéndolo cochero de Alexéi, su hijo legítimo. Afanado por crear escuelas que educaran a los campesinos de su patria, no se ocupó, sin embargo, de que Timofei aprendiera a leer y escribir.
Tolstói se casó en 1862, a los 34 años, con una muchacha, Sofía Bers, hija de un médico, de 18 años. Medía ella 1,52 metros y a él, que rehuía al dentista, se le habían caído casi todos los dientes. Al estilo de los amores transparentes de Sartre, Tolstói estableció, un siglo antes, que cada uno llevara un diario que -permitiría leer al otro. Por ese medio ella supo que su marido padecía una enfermedad venérea que creyó la causa de sus 12 abortos y por los que era bárbaramente reprendida. Descubrió además su paso por los burdeles y múltiples apreciaciones denigratorias respecto a ella. Sus sollozos se hicieron desde ese momento tan abrumadores que Tolstói decidió llevar dos diarios: uno falso, que dejaba husmear, y otro sincero, que guardaba dentro de las botas y que, para su repetido pesar, acabó descubriendo Sofía
La breve biografía de Marx no tiene desperdicio. Se podría resumir en pocas líneas. Se las dio siempre de intelectual, a pesar de que sus escritos son farragosos y muchas veces incoherentes. Despreció con energía a aquellos obreros o socialistas que deseaban hacer la revolución sin su “doctrina”.
Al fundar la Liga Comunista se encargó de apartar de los puestos de responsabilidad a los obreros, para sustituirlos por intelectuales afines.
Nunca realizó el más mínimo esfuerzo por visitar una fábrica o conocer un sistema productivo. Más bien, sus esfuerzos se volcaron en vivir de Engels, consiguiendo de su amigo una pensión vitalicia y que buena parte de sus obras fueran en realidad escritas por él. Respecto a sus hijas siempre las trató despóticamente e impidió que tuvieran estudios. Igualmente despreció a su yerno Paul Lafargue, medio negro de origen cubano, al que llamaba despectivamente el “negrillo” o el “gorila”.
El odio racista hacia los judíos es lo que menos hoy se cuenta de Marx (él mismo judío de raza) y que queda expresado en La cuestión judía. Tampoco quiso nunca reconocer a un hijo ilegítimo y, lo más divertido, a su criado nunca le pagó un duro. No está mal para ser el prototipo de intelectual de izquierdas
PAUL JOHNSON – AL DIABLO CON PICASSO
La semana pasada, Andrew Lloyd Webber admitió que fue él quien pagó 29 millones de dólares por el Retrato de Ángel de Soto (1903) de Picasso.
Tal como viene se va: si uno amasa una fortuna escribiendo melodías que evocan otras que la gente oyó antes, ¿por qué no derrochar una parte en el estafador artístico de mayor éxito del siglo?
Webber, asombrosamente, llegó a Picasso a través de los prerrafaelistas. Sólo vio el retrato tres días antes del remate de Sotheby, así que fue una compra impulsiva. Se propone colgarlo junto a Burne-Jones.
Picasso declaró que admiraba a Burne-Jones y recibió gran influencia de su línea y su color. Pero Picasso dijo muchas mentiras, por diversos motivos, y creo que esto sólo era cháchara andaluza. No veo la conexión.
Burne-Jones era un gran artista, que alcanzó su mejor actuación tardíamente, después de ingentes esfuerzos. Habría despreciado a Picasso desde el fondo de su corazón. Si yo colgara un Picasso al lado de mis cuadros de Burne-Jones, esperaría que alzaran una estridente objeción, tal como suelen hacer los buenos cuadros.
“El bebedor de absenta” de 1903,
un famoso cuadro de su Época Azul
en el que retrata a su amigo y artista Ángel Fernández de Soto. Picasso
pinta a su amigo bebiendo la bebida de moda de los artistas de la Belle
Epoque, el absenta.
Este retrato en especial siempre me hace reír. Es tan confuso que a menudo lo reproducen al revés. Ángel era uno de dos hermanos (el otro era escultor) a quien Picasso pintó en su época de Barcelona. Ángel era un sujeto haragán que fingía pintar pero en realidad no hacía más que beber e irse de juerga, ¿pero qué hizo para merecer esta caricatura?
En ocasiones Picasso se dedicaba a hacer retratos de Ángel. Cuatro años antes del cuadro que compró Webber, pintó un triste boceto al óleo de Ángel con resaca-ahora en una colección privada- y hay un revelador dibujo en carbón del joven; este dibujo ha desaparecido, pero sospecho que ambos son bastante similares.
Además, el Museu Picasso de Barcelona tiene dos dibujos de Ángel, bebiendo en un café y practicando una masturbación mutua con una prostituta. No tienen mérito pero son reveladores.
El trabajo por el cual Webber ha pagado tanto, en cambio, no tiene nada de recomendable. Es un borrón torpe y no se sabe qué es más objetable, si el pésimo color, la perezosa chapucería de las pinceladas o el mal dibujo. Sé que los "expertos" dicen -y se repite hasta el hartazgo en los salones de moda- que Picasso era un bocetista consumado.
Es verdad que algunos dibujos son mejores que otros. Pero la Barcelona de principios de siglo abundaba en magníficos bocetistas, y ningún trabajo de Picasso se aproxima a Casad, Rusiñol o Ribera, por mencionar sólo tres.
No había nada de especial en los dibujos de Picasso, ni siquiera cuando se esforzaba, cosa que no hacía a menudo, y los resultados invitan al pastiche fácil. Conozco a una joven, una genuina maestra del boceto -sus sombras en sfumato provocarían cosquilleos a Sir Ernst Gombrich- que se mofa de sus amigos pretenciosos haciendo "Picassos" con una pluma sujeta a un vibrador. Los llama prickassos. En el mejor de los casos, los dibujos de Picasso no son recomendables, y el Ángel de Webber es horrible. Tal vez estaba ebrio.
Para empezar, el cristal de la mesa está fuera de la vertical y un lado guarda poca relación con el otro. Su perspectiva provoca inquietud, y el brillo y las sombras no tienen sentido visual. (Si alguien quiere ver cómo se pinta esta clase de vaso, que mire el Aguador de Sevilla de Velázquez, que hoy se cuenta entre las naturalezas muertas españolas que está exhibiendo la National Gallery.)
Luego está Ángel, pobrecillo. Su brazo izquierdo parece extenderse hacia el vacío y está sujeto al cuerpo por un milagro de cirugía plástica, pues no guarda ninguna relación con la anatomía. El brazo derecho parece más normal pero es torpe y demasiado grande. Ambas manos -Picasso no sabía pintar manos- tienen dedos de salchicha cruda, que dan ganas de pedir una sartén.
El índice de la mano derecha es una garra monstruosa y el pulgar ha desaparecido misteriosamente, o está sujeto a la palma de un modo doloroso. Esto explica por qué Ángel tiene tantas dificultades para sostener la pipa, si es una pipa y no uno de esos palillos gigantes que se vendían en las Ramblas a fin de siglo. Si Ángel está contrariado, y obviamente lo está, ¿quién puede culparlo? Los ojos miran en diferentes direcciones y están incrustados dolorosamente en las órbitas. La mitad del pómulo izquierdo se ha podrido y parece tener un flemón gigante que le tuerce la comisura derecha de la boca y causa estragos en la mejilla. ¡Y esa oreja derecha! ¿Por qué se la cortaron de la cabeza y la pegaron al lado inferior de la mandíbula? Ninguna explicación. Pero le debió de doler mucho.
John Richardson, hagiógrafo oficial de Picasso, explica todo esto diciendo que las "deformaciones" son deliberadas, y permiten al Maestro trascender las formas normales del retrato y "calar más hondamente en el carácter".
Picasso había "aprendido a explotar su talento inherente para la caricatura profunda como modo de dramatizar los rasgos psicológicos y fisonominales [sic]". Esta obra, dice Richardson, nos dice todo sobre Ángel y además está "electrizada" con la "energía psíquica" del propio Picasso. El gran hombre "interioriza las cosas y produce una caracterización realzada de su modelo". En fin, en palabras de Mandy Rice-Davies, ¿qué otra cosa puede decir? Si presentamos a nuestro hombre como el mejor pintor de todos los tiempos, hay que acumular verborragia.
El mercado del arte no se rige por la calidad sino por la rareza y la moda.
La mayoría de los azules de Picasso ya están irrevocablemente encerrados en museos, y su Ángel era el primero en salir al mercado en cinco años. De ahí el alto precio con que se cotizó, aunque hasta los conocedores quedaron escandalizados por esa enormidad.
Los marchands han preparado hábilmente el mercado Picasso durante tres generaciones y ello explica por qué el precio se mantiene alto. Lo mismo sucede en el negocio de los timbres postales. Algunos Penny Blacks y Cape Triangles no son más raros que los demás sellos pero alcanzan precios altos porque los vendedores les han dado celebridad. En su nuevo libro History Comes to Life: Collecting Historical Letters and Documents (Oklahoma University Press), mi amigo Kenneth Rendell, tal vez la mayor autoridad viviente en autógrafos y hológrafos, explica cómo y por qué el factor celebridad a menudo pesa más que el valor rareza. La moda Picasso hace que los compradores paguen más, así como el culto de Churchill transforma en oro su firma en una foto. El otro día vi una que se vendía por 12.000 libras. El pago de 29 millones de dólares por el retrato de Ángel nos dice mucho sobre la manía de los coleccionistas, pero no tiene nada que ver con el arte.
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Tras el poder clerical, el siglo XVIII vio surgir un nuevo tipo de
mentor: el intelectual. Este nuevo personaje laico proclamó su devoción
por los intereses de la humanidad, se consideró competente para
diagnosticar sus males y también incluso para curarlos. Sus actuaciones
públicas son conocidas; ahora bien, ¿cómo ha venido siendo esta pléyade
de ductores, desde Rousseau a Sartre, desde Marx a Bertrand Russell, en
sus comportamientos privados? Paul Johnson, profesor y periodista
británico, acaba de publicar en francés (Laffont) Le grand mensonge des
intellectuels (La gran mentira de los intelectuales), en donde hace una
detallada exposición de las circunstancias íntimas de autores egregios
que explicarían, en unos casos, la raíz de sus teorías y, en otros, sus
simples y conmovedoras miserias humanas.
Rousseau (1712-1778) es el primero en ser sometido a revista en el libro de Paul Johnson La gran mentira de los intelectuales. Mitómano,
exhibicionista, paranoico, onanista, cleptómano, avaro, dotado de una
prodigiosa memoria y un poder de seducción insólito, se cuenta que
atestaba los salones, donde leía sus textos en sesiones que se
prolongaban durante quince o diecisiete horas, con pausas para comer o
atender otras necesidades. Pausas frecuentes para el mismo Rousseau,
afectado de una penosa incontinencia urinaria.Jean Jacques se quejó toda
su vida de su mala salud, desmentida sucesivamente por su ardorosa
actividad o por su amigo Hume, que confesaba no haber conocido nunca a
un hombre tan robusto. El insomnio, sin embargo, y la deformidad de su
pene, que le obligaba a usar un catéter doloroso, fueron sus mayores
achaques. No por ello se desalentaba en lo principal. "Dejaría esta vida
con aprehensión si llegara a conocer un hombre mejor que yo, con un
corazón más amoroso, más tierno, más sensible". escribía. Él fue el
primer intelectual en proclamarse amigo del género humano. Aunque no de
todos sus habitantes. De su amante, Thérése Levasseur, una joven
lavandera de 23 años, que permaneció 33 años a su lado y con la que
acabó casándose en su vejez, anotó: "No he sentido nunca ni una chispa
de cariño por ella".
Aunque buena parte de la reputación rousseauniana descansa en sus teorías sobre la atención y educación infantil, tema subyacente en Emilio, El contrato social o incluso en La nueva Eloísa, las cosas discurrieron de este modo en su esfera privada: el primer hijo con Thérése, nacido en el invierno de 1746-1747, fue entregado envuelto en un paquete al hospital de los EnfantsTrouvés. Y lo mismo resolvió hacer con los cuatro hijos siguientes. Ninguno recibió nombre y, conociendo que sólo un 5% de aquellos asilados llegaba a la madurez y en forma de mendigos y vagabundos, es dudoso que sobrevivieran demasiado.
Él mismo, en sus Carnéts, escribía en torno a 1940: "Necesito disfrutar de la compañía de las mujeres para aliviarme de mi fealdad". Sartre, bon vivant, desaseado, dispendioso, amante del whisky, el jazz, los cabarés y las mujeres, en los finales de los años cincuenta llegó a tener hasta cuatro amantes al mismo tiempo: Michelle, Arlette, Evelyne y Wanda, sin contar con Simone de Beauvoir. Su Crítica de la razón dialéctica (1960) fue dedicada a Castor (apelativo cariñoso para la Beauvoir. beaver es castor en inglés), pero solicitó a Gallimard la impresión de dos ejemplares de uso privado con la dedicatoria "A Wanda".
Según Simone de Beauvoir, era este tipo de compañías femeninas, en general jóvenes alumnas, el que le inducía a graves excesos, y no sólo en el orden sexual. Citando a su biógrafa Cohen Solal, Johrison precisa que, en torno a 1960, Sartre bebía un litro de vino durante sus almuerzos en Lipp, La Coupole o Balzar, y que su consumo cotidiano de tóxicos comprendía dos paquetes de cigarrillos, varias pipas de tabaco negro, un litro de alcohol (vino, vodka, whisky, cerveza), 200 miligramos de anfetaminas, 15 gramos de aspirinas y varios gramos de barbitúricos, además de té y café.
La vida de la autora de El segundo sexo al lado de Sartre choca con sus postulados en contra de la explotación de la mujer. Cuesta trabajo explicar -anota el autor- cómo una personalidad tan brillante como la suya se aviniera a conducirse como una esclava. Sartre, falócrata en los sesenta, lo había dejado claro desde el principio. No renunciaría a otras mujeres y ella podía hacer otro tanto con los hombres. Ambos se confesarían después sus aventuras. El código amoroso y sartriano se condensaba en tres dictados: "Viajes, poligamia, transparencia". "Le dije", escribe Sartre en Carnéts "que existían dos tipos de sexualidad: el amor necesario y los amores contingentes. Y Castor aceptó".
El novelista norteamericano Nelson Algren fue el gran contingente de la Beauvoir, y en algunos sentidos el amor de su vida, pero, con la edad, ella aceptó su papel de seudoesposa, resignada, sexualmente inactiva y al margen. Beauvoir describió cruelmente estos últimos años con su compañero, prácticamente ciego, frecuentemente ebrio y desalentado intelectualmente, en La ceremonia de los adioses. La última traición que padeció fue saber que Sartre había adoptado legalmente a Arlette, convertida así en heredera universal de sus derechos literarios.
Aunque buena parte de la reputación rousseauniana descansa en sus teorías sobre la atención y educación infantil, tema subyacente en Emilio, El contrato social o incluso en La nueva Eloísa, las cosas discurrieron de este modo en su esfera privada: el primer hijo con Thérése, nacido en el invierno de 1746-1747, fue entregado envuelto en un paquete al hospital de los EnfantsTrouvés. Y lo mismo resolvió hacer con los cuatro hijos siguientes. Ninguno recibió nombre y, conociendo que sólo un 5% de aquellos asilados llegaba a la madurez y en forma de mendigos y vagabundos, es dudoso que sobrevivieran demasiado.
Teoría innovadora
Las inquietudes a propósito de su desazonante conducta se racionalizaron en una teoría innovadora. En su discurrir, la educación constituía la clave tanto del progreso social como de la evolución moral y, siendo tan decisiva, su gobierno debía corresponder enteramente al Estado y no a padres, a veces tan tiránicos como el suyo o tan indignos como él. Acusado de tiránico e iracundo a su vez, o, como decía Diderot, poseído de un "orgullo satánico", el único amor de su biografía, la condesa de Houdetot, acabó diciendo de él: "Era demasiado feo como para darme miedo".Feo también fue Jean Paul Sartre (1905-1980). Su padre, fallecido cuando el filósofo contaba 15 meses, medía 1,56. Jean Paul ganó sólo un centímetro más en la herencia y tuvo que apechar suplementariamente, desde los cuatro años, con las secuelas de una gripe que le dejó tuerto.Él mismo, en sus Carnéts, escribía en torno a 1940: "Necesito disfrutar de la compañía de las mujeres para aliviarme de mi fealdad". Sartre, bon vivant, desaseado, dispendioso, amante del whisky, el jazz, los cabarés y las mujeres, en los finales de los años cincuenta llegó a tener hasta cuatro amantes al mismo tiempo: Michelle, Arlette, Evelyne y Wanda, sin contar con Simone de Beauvoir. Su Crítica de la razón dialéctica (1960) fue dedicada a Castor (apelativo cariñoso para la Beauvoir. beaver es castor en inglés), pero solicitó a Gallimard la impresión de dos ejemplares de uso privado con la dedicatoria "A Wanda".
Según Simone de Beauvoir, era este tipo de compañías femeninas, en general jóvenes alumnas, el que le inducía a graves excesos, y no sólo en el orden sexual. Citando a su biógrafa Cohen Solal, Johrison precisa que, en torno a 1960, Sartre bebía un litro de vino durante sus almuerzos en Lipp, La Coupole o Balzar, y que su consumo cotidiano de tóxicos comprendía dos paquetes de cigarrillos, varias pipas de tabaco negro, un litro de alcohol (vino, vodka, whisky, cerveza), 200 miligramos de anfetaminas, 15 gramos de aspirinas y varios gramos de barbitúricos, además de té y café.
La vida de la autora de El segundo sexo al lado de Sartre choca con sus postulados en contra de la explotación de la mujer. Cuesta trabajo explicar -anota el autor- cómo una personalidad tan brillante como la suya se aviniera a conducirse como una esclava. Sartre, falócrata en los sesenta, lo había dejado claro desde el principio. No renunciaría a otras mujeres y ella podía hacer otro tanto con los hombres. Ambos se confesarían después sus aventuras. El código amoroso y sartriano se condensaba en tres dictados: "Viajes, poligamia, transparencia". "Le dije", escribe Sartre en Carnéts "que existían dos tipos de sexualidad: el amor necesario y los amores contingentes. Y Castor aceptó".
El novelista norteamericano Nelson Algren fue el gran contingente de la Beauvoir, y en algunos sentidos el amor de su vida, pero, con la edad, ella aceptó su papel de seudoesposa, resignada, sexualmente inactiva y al margen. Beauvoir describió cruelmente estos últimos años con su compañero, prácticamente ciego, frecuentemente ebrio y desalentado intelectualmente, en La ceremonia de los adioses. La última traición que padeció fue saber que Sartre había adoptado legalmente a Arlette, convertida así en heredera universal de sus derechos literarios.
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