"La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira" ------ J.L.Revel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
"El poder militar o monetario tienen fuerza, pero la fuerza definitiva la tiene la opinion publica, de ahi que haya que manipularla desde que nace"
12 septiembre 2014
Millones de diagnosticos psiquiatricos son falsos
El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM,
por sus siglas en inglés) contiene la clasificación de las enfermedades
mentales según la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, y se usa en todo el mundo para decidir quién padece una enfermedad mental y quién no.
El doctor Allen Frances (1942), catedrático emérito de la Univesidad de Durham,dirigió la penúltima edición de la conocida como “Biblia de la psiquiatría”,
el DSM IV.
Entonces, trató de elevar los criterios bajo los cuales se
puede calificar a alguien como enfermo mental. Pero no lo consiguió. El
DSM IV se empezó a utilizar, a juicio de Frances, de forma incorrecta
para hacer explotar la burbuja de la inflación diagnóstica y la
medicación.
Hoy, sobre todo en EEUU, las cifras son preocupantes: el 20%
de las personas toman un medicamento psiquiátrico a diario y una cuarta
parte de la población tiene un diagnóstico de enfermedad mental.
La
inflación diagnóstica no es exclusiva de la psiquiatría, es común a
toda la práctica médica y es algo que debería preocuparnosAunque
a Frances no le hacía ninguna gracia el nuevo DSM, no tenía intención
de criticarlo públicamente (la polémica sería enorme entre los
psiquiatras, tratándose del director de la anterior edición), pero tras
una fiesta de la asociación cambió de opinión. “Me horrorizaba el ingenuo entusiasmo de las personas que trabajaban en el DSM 5.
Donde ellos veían magnificas oportunidades yo veía graves riesgos”, reconoce Frances en su nuevo libro, ¿Somos todos enfermos mentales? (Ariel), que acaba de publicarse en España. El nuevo DSM iba a ser un desastre, y su antiguo director se decidió a tomar partido.
Ayer Frances visitó Madrid y fue muy claro: si el DSM 5 tiene éxito (algo que aún está por ver) el 81% de la población de entre 11 a 21 podría ser diagnosticada con una enfermedad mental.
La inflación diagnóstica puede llegar al absurdo. Y el psiquiatra cuenta con numerosos ejemplos.
“Con el nuevo DSM –explica Frances–, tan sólo dos semanas después de que alguien pierda a un ser querido, un médico puede diagnosticar depresión clínica.
Psychiatric Drugs Send 90,000 to Emergency Rooms Each Year
With the release of a recent JAMA (Journal of the American Medical Association)
psychiatry study showing that psychiatric drugs send nearly 90,000
Americans to emergency rooms annually, CCHR, the leading mental health
watchdog, says there is a need for consumers to search its Psychiatric Drug Side Effects Database to learn the documented risks of these drugs.
The
JAMA study reinforces the need for full disclosure and, with 79 million
Americans taking at least one psychiatric drug, the study's limited
data at least provides an honest appraisal of the growing problem of
adverse events associated with psychiatric drugs.
Si alguien tiene síntomas propios del duelo no va a acudir a un
psiquiatra, va a ir al médico de cabecera, que en Estados Unidos pasa de
media 7 minutos con cada paciente, cifras que no serán muy distintas a
las de España. Quizás ni siquiera conozca al paciente bien”. No importa,
asegura el psiquiatra, en un momento podrá (con el manual en la mano)
decir que tiene depresión y recetarle antidepresivos. Y la situación se
repite con numerosos trastornos que, desde la publicación del nuevo DSM
(en mayo de 2013), son mucho más sencillos de diagnosticar.
Y no hay que ser un genio para darse cuenta de que el verdadero beneficiado de esta nueva situación es la industria farmacéutica.
“Las farmacéuticas están alertando ya a los médicos que la depresión
debe ser diagnosticada en personas que están pasando un duelo”, asegura
Frances. “Es parte de su campaña de promoción”.
Una deriva muy peligrosa
En su opinión, aunque el nuevo DSM 5 genere enormes beneficios para las farmacéuticas, estas no están detrás de sus errores. Es más bien el ego y la falta de perspectiva de los psiquiatras lo que ha provocado todo esto. “Conozco
muy bien a la gente que ha trabajado en el DSM 5 y no creo que tengan
un interés sea ayudar a las farmacéuticas”, asegura Frances. “Es gente
de buen corazón que ha tomado decisiones muy estúpidas, pero no por la
presión de las farmacéuticas, sino porque han sobrestimado la importancia de su campo de estudio,
sin darse cuenta del daño que puede hacerse cuando las cosas que pueden
funcionar para ellos en la universidad se lleven a la práctica
clínica”.
Si las farmacéuticas hubieran pagado a los profesionales
por redactar el DSM estaríamos ante un escándalo mayúsculo. Pero lo que
han logrado es casi peor, ya que está más arraigado: han conseguido que
todos (médicos y pacientes) creamos que las drogas son la única
solución a nuestros problemas.
“Esta colosal industria está lavando el cerebro a todo el mundo para que tomen pastillas, aunque no las necesiten”, explica Frances.
El
psiquiatra insiste en que las farmacéuticas no han tenido ninguna
influencia directa en el DSM –“no es así como van las cosas”–, pero una
vez publicado van a exprimir sus posibilidades hasta la última gota:
“Miran hasta los márgenes, buscando cómo pueden usar los diagnósticos en su provecho.Las farmacéuticas tienen millones de dólares, y la más brillante
mercadotecnia, a la espera de encontrar cualquier nuevo trastorno para
convertirlo en moda.
Así ocurrió con el TDAH, con la depresión, con el
desorden bipolar… Tomaron la definición, que funciona bien si se usa con
cautela, y la hicieron confusa en la práctica general”.
Un problema que afecta a toda la medicina
Para
Frances, la inflación diagnóstica no es exclusiva de la psiquiatría, es
común a toda la práctica médica y es algo que debería preocuparnos.
Mucho. “Si tienes 60 años y eres mujer, es casi imposible no tener
osteoporosis, porque la definición de unos huesos ‘normales’ está basada
en los huesos de las mujeres de 20 años”, asegura el psiquiatra.
“Se ha patologizado todo”. A
las farmacéuticas no les interesa desarrollar antibióticos que la gente
sólo va a tomar dos o tres días, pero van a hacer todo lo posible para
vender medicamentos a los niños, porque serán consumidores para toda la
vidaPero si esto ocurre con todos los campos de la medicina, cuando hablamos de enfermedad mental la cosa se complica. “En psiquiatría no hay análisis de sangre para saber si una persona es normal o no”,
explica Frances. “Si la línea que separa a las personas a las que se
les puede diagnosticar un trastorno y las que no se desplaza aunque sea
un poco, y puedes presionar para que eso ocurra, la diferencia es de
millones de pacientes”.
El ejemplo más claro de esta vergonzosa inflación diagnóstica es el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH).
“La forma más fácil de predecir que un niño va a padecer TDAH es su cumpleaños”,
explica Frances. “Si eres el niño más pequeño de tu clase, tienes el
doble de posibilidades de padecerlo que si eres el más mayor. Estamos
transformando la inmadurez en enfermedad, y en vez de tratarla en clase,
estamos gastando millones de dólares en medicamentos”.
“Desde la
perspectiva de la industria farmacéutica –continua Frances– esto es
genial. No hay mejor cliente que un niño. A las farmacéuticas no les
interesa desarrollar antibióticos que la gente sólo va a tomar dos o
tres días, pero van a hacer todo lo posible para vender medicamentos a los niños, porque serán consumidores para toda la vida”.
Medicamentos que, en numerosas ocasiones, causan más problemas de los
que resuelven. “Los antipsicóticos hacen a los niños muy gordos”,
explica el psiquiatra. “Ya tenemos una epidemia de obesidad infantil que
provoca diabetes y muerte prematura”.
Hay espacio para el optimismo
Para Frances la solución a este problema es bien sencilla: hay que limitar el poder de las farmacéuticas y promover una vuelta a la práctica clínica racional,
humanizada.
“Cualquier problema múltiple se resuelve de forma más
efectiva a través de la psicoterapia que a través de la medicación”,
asegura el psiquiatra.
“Sí, es más barato dar drogas a un paciente en
los primeros meses, pero si tiene que estar medicado toda la vida es muy
caro. Si pensamos en la vida de los pacientes es mejor gastar dinero en
diagnósticos más precisos y cuidadosos y en psicoterapia, y menos
dinero en aumentar los diagnósticos y la medicación”.
Los
doctores están prescribiendo narcóticos como locos, y la industria está
empezando a ser más peligrosa que los cárteles de la drogaEl psiquiatra pide sentido común en la práctica médica, y mano dura con las farmacéuticas. “A veces, cuando la situación se vuelve indignante, acaba ganando el sentido común”,
asegura Frances, que cree que se puede luchar contra ciertos
comportamientos de la industria farmacéutica al igual que se acabó con
el tabaquismo: presionando a los Gobiernos para que establezcan unas
regulaciones más duras.
“Las farmacéuticas venden una píldora para tratar la hepatitis C por miles de dólares a Europa y luego venden la misma píldora a Egipto por 10 dólares”, afirma Frances visiblemente enfadado.
“La gente tiene que empezar a darse cuenta de que esta gente no son nuestros amigos. No
es gente que se preocupa por nosotros: se preocupan por sus beneficios,
y debemos ser escépticos y controlarlos. Los doctores están
prescribiendo narcóticos como locos, y la industria está empezando a ser
más peligrosa que los cárteles de la droga, y ya está causando más
muertes. Esto es tan indignante que el cambio tiene que ser inminente”.
Aristóteles decía que para obtener
un conocimiento verdaderamente profundo sobre algo es necesario conocer
su historia. Para entender lo que le sucedió al huérfano John Bell (el
testimonio de Bell aparece en otro capítulo de este e-book) es necesario
saber cómo fue que surgió la profesión que lo revictimó.
Las siguientes
ideas sobre cómo surgió la profesión siquiátrica provienen de Historia
de la locura de Michel Foucault, a quien seguiré de cerca en muchas de
sus frases.En Inglaterra,
trescientos años antes de que naciera John Bell apareció el folleto
Grievous groan of the poor (Atroces gemidos de los pobres), en el que se
proponía que a los indigentes “se les destierre y traslade a las
tierras recientemente descubiertas de las Indias orientales”. Desde el
siglo XIII existía el famoso Bedlam para lunáticos en Londres, pero en
el siglo XVI sólo albergaba a veinte recluidos. En el siglo XVII, cuando
apareció el folleto para desterrar a los pobres, ya había más de cien
prisioneros en el Bedlam. En 1630 el rey Charles I convocó a una
comisión para enfrentar el problema de la pobreza y la comisión decretó
la persecución policíaca de vagabundos, mendigos “y de todos aquellos
que vivan en la ociosidad y que no deseen trabajar por salarios
razonables”.[1] En el siglo XVIII muchos pobres e indigentes fueron
llevados a correccionales y a casas de confinamiento en las ciudades
donde la industrialización había marginado a parte de la población.
También se fundaron cárceles para los pobres en la Europa
continental. El espíritu del siglo XVII era poner orden en el mundo y,
al erradicarse la lepra, las leproserías medievales que habían quedado
vacías fueron llenadas con los nuevos leprosos: los indigentes. Foucault
le llama a este período “El Gran Encierro” y hace hincapié en el hecho
de que el concepto de enfermedad mental aún no existía.
El aislar al leproso, un verdadero enfermo, había tenido un objetivo
higiénico en el medievo. Pero aislar a los indigentes no tenía tal
objetivo: era un fenómeno nuevo. 1656 fue un año axial en esta política
de limpieza de la basura humana en las calles. El 27 de abril Luis XIV
mandó a construir el Hospital General, un lugar que de hospital sólo
tenía el nombre: ningún médico lo presidía. El artículo 11 del edicto
del rey especificaba a quiénes se encarcelaría: “De todos los sexos,
lugares y edades, de cualquier ciudad y nacimiento y en cualquier estado
en que se encuentren, válidos o inválidos, enfermos o convalecientes,
curables o incurables”.[2] Se nombraron a directores vitalicios para
dirigir el Hospital General. Su poder absolutista era una calca en
miniatura del poder del rey sol, como se lee en los artículos 12 y 13
del edicto:
Tienen todo poder de autoridad, de dirección, de
administración, de comercio, de policía, de jurisdicción, de corrección y
de sanción sobre todos los pobres de París, tanto dentro como fuera del
Hôpital Général. Para ese efecto los directores tendrían estacas y
argollas de suplicio, prisiones y mazmorras, en el dicho hospital y
lugares que de él dependan, como ellos lo juzguen conveniente, sin que
se puedan apelar las ordenanzas que serán redactadas por los directores
para el interior de dicho hospital.[3]
El objetivo de estas medidas draconianas era suprimir a la mendicidad
por decreto. A pocos años de su fundación el Hospital General albergaba
al uno por ciento de la población de París. Había miles de mujeres y
niños en la Salpêtrière, en la Bicêtre y en los demás edificios de un
“Hospital” que no era hospital sino una entidad administrativa que,
paralelamente a los poderes reales y de la policía, reprimía y
custodiaba a los marginados.
El 16 de junio de 1676 otro edicto real establece la fundación de
hospitales generales en cada ciudad del reino. Por toda Francia se abren
este tipo de prisiones y, cien años después, en las vísperas de la
Revolución, existían en treinta y dos ciudades provincianas. El
archipiélago de cárceles para los pobres cubrió a Europa. En los
Hôpitaux Généraux de Francia, las Workhouses de Inglaterra y las
Zuchthaüsern de Alemania se encarcelaba a muchachos jóvenes que tenían
conflictos con sus padres; a vagabundos, borrachos, impúdicos y a los
“insensatos”. Estas cárceles no se distinguían de las cárceles comunes.
En el siglo XVIII un inglés se extrañaba de una de las prisiones comunes
“en que se encierra a los idiotas y los insensatos porque no se sabe
dónde confinarlos aparte”.[4] Los llamados alienados se confundían con
los indigentes y a veces era imposible distinguir uno del otro.
En la Edad Media el pecado capital fue la soberbia. Al florecer la
banca durante el Renacimiento se decía que la avaricia era el mayor
pecado. Pero en el siglo XVII, cuando se impone la ética del trabajo no
sólo en los países protestantes sino en los católicos, la pereza —en
realidad: el desempleo— fue el más notorio de los pecados. Una ciudad
donde se proyectaba que cada individuo fuera un engranaje de la máquina
social era el gran sueño burgués. Dentro de este sueño los grupos que no
se integraran a la maquinaria estaban destinados a cargar un estigma.
Los hombres del siglo XVII habían sustituido a la lepra medieval por la
indigencia como el nuevo grupo de exclusión. Es en este marco ideológico
de la indigencia considerada vicio donde va a aparecer el gran concepto
de locura en los siglos XVIII y XIX. Por vez primera en la historia la
locura sería juzgada con la vara de la ética del trabajo. Un mundo donde
rige esta ética rechaza todas las formas de inutilidad. Quien no puede
ganarse el pan transgrede los límites del orden burgués. Aquél o aquélla
que no puede integrarse al grupo debe ser un enajenado o una enajenada.
El
edicto de creación del Hospital General es muy claro a este respecto:
considera a “la mendicidad y la ociosidad como fuentes de todos los
desórdenes”.[5] Es muy significativo que “desorden” siga siendo la
palabra que usan los siquiatras. El mismo manual DSM se lee en inglés
Diagnostic and statistical manual of mental disorders y hay siquiatras
que traducen esta última palabra como “desorden” en lugar de
“trastorno”. Como el siglo XVII marca la línea en que se decidió
encerrar a un grupo de seres humanos, sería erróneo creer que la locura
esperó pacientemente por siglos hasta que algunos científicos la
descubrieron y se encargaron de ella. Asimismo, sería erróneo creer que
hubo una mutación espontánea en la que los pobres, inexplicable y
súbitamente, enloquecieron.
Encarcelar a las víctimas de la ciudad fue un fenómeno de dimensiones
europeas. Una vez consumado el Gran Encierro del que habla Foucault,
los censos de la época sobre los prisioneros que no habían roto la ley
dieron cuenta del tipo de gente que eran: ancianos que no podían
cuidarse por sí mismos, epilépticos repudiados por sus familias, gente
deforme, gente con enfermedades venéreas e incluso prisioneros por
cartas del rey. Este fue el procedimiento de encierro más difundido
desde los 1690, y los peticionarios de la lettre de cachet eran los
familiares o los parientes más próximos de quien se encarcelaba. El caso
más sonado de encarcelamiento en la Bastilla por lettre de cachet fue
el de Voltaire. Hubo casos de insensatas o “muchachas incorregibles” que
fueron internadas. “Insensato” era una etiqueta que correspondería más o
menos a lo que en el siglo XIX se llamaría “insanía moral” y que
actualmente equivale al oposicionismo adolescente o “negativismo
desafiante” del DSM. Quisiera ejemplificarlo con un solo caso del siglo
XVIII:
Una mujer de dieciséis años cuyo marido se llama Beaudoin
publica abiertamente que jamás amará a su marido, que no hay ley que se
lo ordene, que cada quien es libre de disponer de su corazón y de su
cuerpo como le plazca, y que es una especie de crimen dar el uno sin el
otro.[6]
Aunque la mujer de Beaudoin era considerada insensata o loca, las
etiquetas de entonces para encarcelar no tenían connotación médica
alguna. Las conductas se percibían bajo otro cielo, y el encierro era un
asunto arreglado entre las familias y la autoridad jurídica sin
injerencia médica. Se encerraba al “mendaz”, “ocioso”, “depravado”,
“hechicero”, “imbécil”, “pródigo”, “impedido”, “alquimista”,
“desequilibrado”, “venéreo”, “libertino”, “disipador”, “blasfemo”, “hijo
ingrato”, “padre disipado”, “prostituída” y al “insensato”. En los
registros puede leerse que las fórmulas de internamiento también decían
cosas como “hombre muy malvado y tramposo” o “alegador empedernido”.
Francia tuvo que esperar hasta 1785 para que una orden médica
interviniera en el encierro de toda esta gente: práctica que
posteriormente cobró forma con Pinel. Como dije, del apartarse de la
norma social surgiría el gran tema de la locura en el siglo XIX, como
veremos al hablar de Tocqueville y John Stuart Mill al final de este
libro. Es a partir de aquí de donde debemos entender la ulterior
clasificación de Kraepelin, Bleuler y del DSM de los siglos XX y XXI.
En nuestro siglo hay siquiatras que dicen abiertamente que “el
suicidio es un desorden cerebral”: un pronunciamiento descaradamente
seudocientífico. En el siglo XVII el “homicida de sí mismo” era un
criminal “lesa majestad divina” y en los registros de internamiento de
suicidas que fallaron en cumplir sus objetivos se lee: “ha querido
deshacerse”. Es a ellos a quienes se les aplicaron por vez primera los
instrumentos de tortura que luego usarían los siquiatras del siglo XIX:
jaulas con tapa abierta para la cabeza y armarios que encerraban al
sujeto hasta el cuello. La transformación de un juicio abiertamente
religioso (“crimen lesa majestad divina”) al reino de la medicina
(“desorden cerebral”) fue paulatina. Lo que ahora se considera
enfermedad biomédica en los siglos XVII y XVIII se entendía como
conducta extravagante, impía o que ponía en peligro el prestigio de una
familia.
En el siglo XVII por primera vez en la historia se obliga a vivir
bajo un mismo techo a personas muy distintas entre sí. Ninguna de las
culturas anteriores había hecho algo parecido ni habían visto
similitudes entre ese tipo de gente (venéreos, insensatos, blasfemos,
hijos ingratos, hechiceros, prostituídas, etcétera). Que detrás del
encierro había un juicio moralista se descubre en el hecho que se
encerraba a quienes padecían enfermedades venéreas, el gran mal de la
época, sólo si contrajeron la enfermedad fuera del matrimonio. Las
mujeres a quienes las infectaba el marido no corrían riesgo de ser
llevadas al Hospital General de París. Asimismo, los homosexuales,
llamados peyorativamente sodomitas, fueron encerrados en los hospitales o
casas de detención. De hecho, cualquier individuo que causara un
escándalo público era reo de detención y encierro. La familia, y más
específicamente la familia burguesa con sus exigencias de guardar las
apariencias, se convirtió en la regla que definió el encierro de algunos
de sus miembros. Este fue el momento en que se pactarían las oscuras
alianzas entre padres y siquiatras que darían luz a la profesión del
doctor Amara. La siquiatría tendría un fácil parto con la gestación del
par de siglos que transcurren desde el Gran Encierro del XVII. Los
orígenes de la siquiatría pueden rastrearse a ese siglo de intolerancia.
El encierro de la gente que no rompía la ley continuó a lo largo del
siglo XVIII, y a finales del siglo las casas de internamiento estaban
llenas de “blasfemos”. La Inquisición medieval había tenido fuerza en el
sur de Francia, pero una vez abolida la sociedad encontró una manera
legal de controlar a los individuos que se salían de línea. Es conocido
el caso de un hombre en Saint-Lazare que fue encerrado por no querer
arrodillarse en los momentos más solemnes de la misa. Esta estrategia
también fue practicada un siglo antes. En el siglo XVII los incrédulos
fueron considerados “libertinos”. Bonaventure Forcroy escribió una
biografía de Apolonio de Tiana, un contemporáneo de Jesús a quien se le
adjudicaron milagros, y mostró con este paradigma que las historias
evangélicas también podían haber sido ficticias. Forcroy fue acusado de
“libertinaje” y encerrado en Saint-Lazare.
El encarcelamiento de los parias e indeseables fue un acontecimiento
cultural que puede rastrearse a un momento específico en la larga
historia de intolerancia de la Europa posrenacentista y posreformista.
Los valores del hombre occidental fueron moldeados en los siglos XVII y
XVIII, los cuales continúan determinando la manera como vemos el mundo.
Hasta aquí he citado y parafraseado a Foucault.
A FINALES del siglo XVIII no existía la siquiatría como especialidad
médica. La palabra “siquiatría” la acuñó Johann Reil en 1808. La nueva
profesión dio por cierto un postulado que tenía raíces en la medicina de
la Grecia antigua. Un postulado es una proposición que se admite sin
pruebas. El postulado plataforma de la nueva profesión es suponer el
origen orgánico de las perturbaciones psíquicas. Este postulado elevado a
axioma e incluso a dogma evitó que se introdujera la subjetividad en el
estudio de las perturbaciones mentales.
Como vimos al hablar de John Modrow, la realidad es lo diametralmente
opuesto. Sólo introduciendo la subjetividad de un alma en pena, y
rechazando la hipótesis orgánica, es posible entender qué diablos sucede
en los adentros de quienes se trastornan. La objetividad en cuestiones
del mundo interno de un sujeto es tan imposible como el caso opuesto:
abordar al mundo empírico a la manera de filósofos como Platón, quien
desde su Olimpo idealista despreciaba el estudio práctico de la
naturaleza. Este colosal error le costó a la cultura griega su
ascendencia, así como el error antípoda de reducir las humanidades a la
ciencia está extraviando a nuestra civilización. Es simplemente un
“error categorial” querer entender al trauma psicológico en base a la
neurociencia, como es un error posmodernista querer entender al mundo
empírico, digamos la astronomía, en base al discurso social. Los
filósofos posmodernistas y los siquiatras representan dos intentos
simétricos, aunque diametralmente opuestos, de ideologías extremas. Unos
quieren reducir la ciencia a las humanidades; otros, las humanidades a
la ciencia: y ninguno respeta al otro como un campo separado e
intrínsecamente legítimo. En otro lugar profundizaré sobre estos dos
errores antitéticos.
El nacimiento de la siquiatría moderna ocurre cuando el marginado
sale de jurisdicción de las casas de confinamiento de Francia y del
resto de Europa para quedar a cargo de la institución médica. En la
profesión del siglo XXI, con todo su armamento de genética, neurología y
taxonomía nosológica, es imposible ver qué es la siquiatría en su raíz.
Pero en el libro de Johann Christian Heinroth Lehrbuch der Störungen
des Seelenlebens
(Libro de texto sobre las perturbaciones de la vida mental), publicado
en 1818, pueden verse los fundamentos de la siquiatría sin cortina de
humo seudocientífica que los oculte. Siguiendo la tradición de los
siglos XVII y XVIII Heinroth usó la expresión “enfermedad mental” y la
definió como “egoísmo” o “pecado”: términos que usó indistintamente.
Heinroth no sólo equiparó el concepto cristiano de pecado con el de
enfermedad mental. Aunque consideraba a la enfermedad mental un defecto
ético, la gran innovación de Heinroth fue que la trató con
procedimientos médicos.
¿Cómo dio Heinroth este salto conceptual? O preguntado de otro modo:
¿por qué los encargados de reencauzar al rebaño a las ovejas
descarriadas habrían de ser los médicos? Este giro no estaba contemplado
en los planos de los arquitectos del Gran Encierro del siglo XVII. Una
vez que la Inquisición fue oficialmente abolida Heinroth mismo se
pregunta quién sería el nuevo controlador social: “¿Debe ser tarea del
doctor, o quizá de un clérigo, o de un filósofo, o de un educador?”[7]
La tarea recayó, finalmente, en el médico. Presumiblemente esto se
debió a que, como el médico trata directamente con el físico de los
seres humanos, era más fácil encubrir la violencia física en la
profesión médica que en las otras. En tiempos en que los ideales de la
Revolución francesa estaban aún en el aire la sociedad civil habría
sospechado del clérigo o del filósofo que tuviera jurisdicción sobre
cuerpos ajenos. Pero no del médico.
Para que la gente aceptara al nuevo inquisidor había, además, que
literalizar la metáfora central de la profesión. Originalmente
“enfermedad mental” era entendida como una mera metáfora de aquello que
en siglos anteriores se había llamado “sinrazón”, como el caso de los
“insensatos”. Al asumir el médico la responsabilidad de ocupar el papel
que ocupaban los funcionarios de las casas de confinamiento, Heinroth
dio por sentado que el egoísmo y el pecado que trataba eran entidades
médicas: algo como decir que los “virus” que infectan nuestras PCs no
son metáfora de programas subversivos, sino microorganismos.
La literalización de la metáfora “enfermedad mental” en una auténtica
enfermedad no habría sido posible si Heinroth y muchos otros siquiatras
no hubieran contado con la sanción social. El siglo XIX fue el más
burgués de los últimos siglos, y las fuerzas sociales que impulsaron a
los pudientes a encerrar a los indeseables aún estaban en auge, mayor
incluso, que en la época en que Heinroth nació. La única manera de
entender a Heinroth y a su filosofía del martillo es dejarlo hablar. He
tomado los siguientes párrafos de un estudio de Szasz. El primer párrafo
está sacado de Medicina Psychica Politica (Medicina psico-política):
título que ilustra perfectamente cómo en sus orígenes los siquiatras no
hablaban en nuevahabla, sino en lengua franca. Heinroth escribió:
“Compete al Estado cuidar de las personas que están perturbadas
mentalmente cuando son una carga para la comunidad o representan un
peligro público; el alojamiento, la cura y el cuidado de tales
individuos es un deber político”. ¿Y quiénes están “perturbados
mentalmente”?
Quienes menos merecen la libertad, es decir los manici
[maníacos], son los que aman más la libertad; y mientras más se les deje
libres para realizar sus actividades perversas, incluso dentro de una
cámara de Autenreith, no puede pensarse en su recuperación.[8]
La cámara de Autenreith y la máscara del mismo nombre eran aparatos
de tortura sobre los que él mismo nos explica su funcionamiento.
La experiencia nos ha mostrado que dentro del saco el
paciente corre el peligro de asfixiarse y ser víctima de convulsiones
[…]. [En la silla de confinamiento] el paciente puede permanecer
continuamente atado en la silla durante semanas, sin incurrir en el
menor daño corporal. [La pera es un] pedazo de madera dura, con la forma
y dimensiones de una pera de tamaño mediano; tiene una barra atravesada
con tiras que pueden atarse a la nuca del paciente. Como la cavidad
bucal del paciente queda más o menos llena por este instrumento, el
paciente no puede articular sonido; pero sí puede gritar sordamente.[9]
Heinroth articuló algunos mandamientos que deben guiar al siquiatra:
“Primero, ser dueño de la situación. Segundo, ser dueño del
paciente”.[10] Szasz comenta que en estas frases la siquiatría aparece
al desnudo como lo que fue y continúa siendo hoy día: subyugación,
esclavización y control de un ser humano por otro; y comenta además que
los siquiatras contemporáneos, aunque hacen cosas similares, no hablan
con franqueza como solía hablarse en tiempos de Heinroth. No obstante,
Heinroth entendió desde el principio que en su profesión había que
disimular las cámaras de tortura y el control social como una acción
hospitalaria, por lo que recomendó: “Debe asegurarse una seguridad
perfecta, debe evitarse toda apariencia de prisión”, situación que
persiste en la actualidad.
En España, por ejemplo, algunos siquiátricos modernos han cambiado
las rejas en las ventanas por unas persianas externas: unas láminas
cosméticas, aunque rígidas, que cumplen la función de barrotes
carcelarios. Análogamente, en México el Instituto Nacional de Neurología
es un hospital aparentemente decoroso. Jamás pude entrevistar a las
autoridades del Instituto Nacional de Neurología, llamado abreviadamente
Neurología en la Ciudad de México.
Pero Carlos Díaz Jasso, de sesenta
años de edad, estuvo internado en el pabellón nuevo del instituto del 16
de marzo al 22 de abril de 2004, y me proporcionó alguna información.
Con síntomas de su muy visible temblorín de manos (disquinesia tardía)
debido a la droga Zyprexa que le administraron en Neurología, Díaz Jasso
me contó que le impresionó que dos internos adolescentes se rebelaran.
Fueron reprimidos por cuatro camilleros treintones de complexión robusta
y luego por otros tres más. Díaz Jasso sólo oyó los sonidos de una
golpiza pero, por precaución, no se asomó al aula. Posteriormente vio la
entrada del aula cubierta de manchas de sangre, y cuenta que los
adolescentes insurrectos fueron amarrados con correas por las cuatro
extremidades. Como otros hospitales, lo que sucede en los pabellones
contrasta fuertemente con la imagen que se le vende al público; por
ejemplo, con el jardín tan esmeradamente cuidado que Neurología ostenta a
las visitas.
La
fachada de jardines siquiátricos de nuestro siglo sigue las
regulaciones decimonónicas. Sobre lo que sucede detrás de la fachada,
según Heinroth, el hospital—:
Debe tener una sección especial de baños, con toda clase
de baños, duchas y tinas de inmersión. También debe tener una habitación
especial correctiva y de castigo con todo el equipo necesario,
incluyendo un resorte Cox (o aún mejor, una máquina de rotación), una
rueda voladora de Reils, poleas, silla de castigo, celda de Langermann,
etc. […]. Pero el maestro y amo principal es el médico. Sus instrumentos
alcanzan a todos.[11]
He aquí otras palabras de este médico que vivió un siglo antes de Orwell:
El médico de la psique se le aparece al paciente como su
ayudante y salvador, como padre y benefactor, como amigo compasivo, como
maestro amigable pero también como juez que sopesa evidencias, juzga y
ejecuta la sentencia: al mismo tiempo parece ser el Dios visible para el
paciente.[12]
Heinroth parece un híbrido entre el O’Brien orwelliano y un hombre de
la historia real del que fue contemporáneo: Sade. El que algunos
siquiatras vean en Heinroth a uno de los fundadores de la siquiatría
moderna y precursor de Bleuler, habla por sí solo y no necesita
comentarios.
GRACIAS A Heinroth y a otros apologistas de la violencia médica, a
mediados del siglo XIX la metáfora “enfermedad mental” fue reconocida
como una enfermedad auténtica. En Inglaterra el parlamento le dio a la
fraternidad médica el derecho exclusivo para tratar a la nueva
enfermedad descubierta. Las primeras revistas especializadas en
siquiatría comenzaron a aparecer. La American Journal of Psychiatry, que
originalmente se llamaba American Journal of Insanity y cuyo primer
número apareció en 1844, desde sus inicios publicó datos que ahora se
sabe que son fraudulentos.[13] A lo largo del siglo XIX incontables
mujeres “insensatas” como Hersilie Rouy y Julie La Roche fueron
encarceladas por sus padres y esposos; y los siquiatras resistieron los
intentos de inspección de sus “asilos”, como se les llamaba entonces,
porque interfería con la autonomía médica. Muchos médicos trataron de
obtener importantes puestos en los asilos.
La profesión siquiátrica, en su versión moderna, había nacido.
En el siglo XX la profesión siquiátrica consolidó su poder y
prestigio en la sociedad. La terminología se refinó y para el ciudadano
común se hizo imposible ver a la siquiatría al desnudo. Algunos sádicos
como Heinroth se convirtieron en “psiquiatras”; sus torturas en
“tratamientos”; los marginados sociales en “pacientes”; los asilos en
“hospitales”, y la demencia precoz en “esquizofrenia”. Antes de la
creación de la nuevahabla a los asilos se les llamaba adecuadamente
Poorhouses (Casas para los pobres). Antes de que se diseñaran drogas
para inducir estados tortuosos, Kraepelin y Bleuler usaban otros métodos
de subyugación. En 1911 este último experimentó con un medicamento
particularmente repugnante que provocaba vómito sangrante, pero al menos
Bleuler confesó con una franqueza que ya no se ve en la siquiatría de
hoy día: “Su conducta mejora. Desde el punto de vista ético, no puedo
recomendar este método”.[14] De manera similar, en 1913 Kraepelin solía
inyectar nucleinato de sodio para causar fiebre en sus pacientes,
quienes “se vuelven más dóciles y obedecen las órdenes de los
médicos”.[15]
La gran revolución en siquiatría moderna ocurrió en la década de los
1930. Anteriormente, con sus instrumentos Heinroth y sus colegas habían
asaltado el cuerpo de los ciudadanos a controlar. Pero en los treinta el
asalto al cuerpo fue abandonado por un método más eficaz: asaltar
directamente al cerebro. Se introdujo el shock de Metrazol, el shock de
insulina y el electroshock a sabiendas de que mataba células cerebrales.
El pentilenetetrazol (de nombre comercial Metrazol en Norteamérica y
Cardiazol en Europa) causa una gran reacción en las víctimas. Éstas
sufrían convulsiones tan violentas que frecuentemente se rompían los
dientes, los huesos y la columna vertebral. El shock de Metrazol era tan
devastador para el cerebro que, una vez pasado su efecto, algunos
sufrían estados regresivos y actuaban como bebés; jugaban con sus heces,
se masturbaban y querían que las enfermeras los mimaran. Cuando
recuperaban sus cabales rogaban “en nombre de la humanidad” que no les
volvieran a inyectar Metrazol, droga que subyugaba incluso a los
militares duros. Pero para 1939 era común usar Metrazol en la mayoría de
los hospitales de Estados Unidos, lo que significó que en esos tiempos
un internado solía recibir varias inyecciones.
El New York Times, Harper’s, Time y hasta el Reader’s Digest se
unieron al coro de alabanzas sobre un tratamiento siquiátrico similar:
el shock de insulina, que también producía convulsiones espantosas. Un
articulista de Time escribió que mientras el paciente desciende en el
coma “grita, brama, le da rienda suelta a sus
temores y obsesiones ocultos y le abre de par en par su mente a los
siquiatras”. Increíblemente, los sicoanalistas interpretaron las quejas
de las víctimas a favor de sus colegas. En un encuentro de la Asociación
Psiquiátrica Americana Roy Grinker interpretó que “el paciente
experimenta el tratamiento como un ataque y castigo sádico que satisface
su sensación inconsciente de culpa”.[16] Robert Whitaker, autor de un
estudio sobre la siquiatría estadounidense, le llama a los primeros
cincuenta años del siglo XX “la época más oscura” en la historia de la
siquiatría. 1935 marcó el nacimiento de la lobotomía. Egas Moniz, un
siquiatra portugués, había iniciado sus experimentos usando alcohol para
destruir el tejido cerebral de los lóbulos frontales, pero cambió de
método al cercenarlos directamente con un escalpelo. Su primera
conejillo de indias fue una prostituta, y tres meses más tarde ya había
lobotomizado a veinte personas; cada vez atreviéndose a cercenar más
tejido cerebral de sus víctimas. Según Moniz “para curar a estos
pacientes debemos destruir la disposición más o menos establecida de las
conexiones celulares que existen en el cerebro”.[17] El trabajo de
Moniz condujo a una explosión de lobotomías en occidente, especialmente
en Estados Unidos, pero también en el Reino Unido, Italia, Rumania,
Brasil, Cuba y eventualmente en México.
En 1941 Walter Freeman, el neurocirujano a quien cité al hablar de
Victor Frankl [una vez más: me refiero al contenido de Hojas
susurrantes], le llamaba a esta práctica brain-damaging therapeutics,
esto es, terapéutica lesionadora del cerebro.[18] Al menos debemos darle
crédito a Freeman que no se expresó en nuevahabla, sino en la lengua
franca de Heinroth: reconoció que la lobotomía daña al cerebro. Pero en
esa década la academia sueca le otorgó a Moniz el Premio Nobel en
medicina y los medios se mostraron entusiastas con la novedosa terapia,
incluyendo New York Times, Time y Newsweek. Una editorial del New York
Timescelebró que los lobotomizados que habían querido suicidarse antes
de la operación “ahora encontrarían la vida aceptable”.[19] Con tal
respaldo social se practicaron decenas de miles de lobotomías en los
años cuarenta y cincuenta. Se creía que los jóvenes universitarios que
tenían problemas emocionales, e incluso los niños problema, eran
candidatos ideales para la lobotomía de Freeman.
En Mad in America Whitaker menciona cuáles eran los efectos de esta
operación radical. A una mujer lobotomizada se le describió como “gorda,
tonta y sonriente”. Aunque había sido de alcurnia, otra mujer que
sufrió la operación defecaba en un basurero. Los pacientes lobotomizados
agarraban la comida del plato del vecino, o vomitaban en la sopa y
seguían comiendo. Unos no se levantaban de la cama a menos que un
familiar se los ordenara, y era común que se orinaran allí. Otros se
quedaban viendo a la calle por la ventana. Quienes habían tenido empleos
con anterioridad a la operación, vivían como zánganos. Era posible
insultarlos y obtener como respuesta una sonrisa. Algunos se refirieron a
la lobotomía como “una infancia quirúrgicamente inducida”, y ya podrá
imaginarse la carga que representó para las familias mantenerlos. Pero
Freeman y su ayudante Watts tenían una visión más positiva de las cosas.
Escribieron que el paciente lobotomizado podría considerarse “una
mascota doméstica”.[20] Los reportes de las revistas científicas también
pintaron las cosas de manera favorable para la profesión médica. El
lenguaje de la ciencia pretende ser neutral, apolítico y aemocional. No
esgrime juicios de valor: lo diametralmente opuesto a lo que hago en
este libro. En la literatura donde abundan las gráficas y las cifras es
fácil escribir artículos donde la tragedia que dejó este sendero de
humanos semivegetales no fuera percibida como un crimen.
La “terapéutica lesionadora del cerebro” de Moniz y Freeman perdió
auge en los 1960 y 70. En la actualidad es difícil saber cuántas
lobotomías se hacen en el mundo cada año. Según un artículo en defensa
de la psicocirugía que apareció en Psychology today en marzo/abril de
1992, a principios de los noventa se hacían “cuando menos de 200 a 300
psicocirugías abiertamente declaradas cada año”. De hecho, en el nuevo
siglo “unos cuantos médicos aún promueven la psicocirugía para problemas
emocionales severos y en algunos estados de Estados Unidos se han
formado consejos especiales para revisar todas las propuestas de estas
operaciones”.[21] No obstante, aunque la lobotomía cayó en relativo
desuso, el electroshock sigue siendo una práctica siquiátrica estándar
en la profesión del siglo XXI.
El electroshock fue desarrollado en 1938, inspirado en un rastro de
Roma donde los cerdos eran electrochocados para que fuera más fácil
rebanarles el pescuezo. Un siquiatra, Ugo Cerletti, había estado
experimentando con choques eléctricos en perros, poniéndole a un perro
electrodos en el hocico y en el ano. La mitad de los animales morían por
paro cardiaco. Después de ver a los
puercos electrochocados Cerletti decidió usarlo en seres humanos. El
primer conejillo de indias de Cerletti fue un indigente que vagaba en la
estación de trenes en Roma. Poco después, en 1940, el electroshock era
admitido al otro lado del Atlántico. Manfred Sakel, quien introdujo el
shock insulínico en la praxis médica, comparó su técnica con el
electroshock y comentó sobre este último: “mientras más fuerte sea la
amnesia, más severo debió haber sido el daño a las células
cerebrales”.[22] Esta era otra forma de la “terapéutica lesionadora del
cerebro” de Moniz y Freeman. Aunque los siquiatras reconocieron todo
esto en sus revistas especializadas, en sus pronunciamientos públicos
fueron más cautos. Pintaron al electroshock como una terapéutica inocua y
dijeron que la pérdida de memorias era pasajera. Los medios de
información tomaron la propaganda como ciencia honesta y para 1946 la
mitad de las camas de los hospitales estadounidenses eran ocupadas por
pacientes siquiátricos, algunos de estos electrochocados. Ese mismo año
apareció el libro de Albert Deutsch Shame of the States (La vergüenza de
los Estados Unidos) y un artículo de la revista Life con impresionantes
fotografíassobre una realidad que el pueblo norteamericano desconocía:
los que sucedía en los campos de concentración llamados hospitales
siquiátricos. Aunque las imágenes contribuyeron a la reforma de los
siquiátricos públicos en Estados Unidos, el siglo XX fue testigo de
otras dos revoluciones en siquiatría. Una fue el consorcio entre
siquiatras y las multinacionales farmacéuticas; otra, la invención de
lobotomías químicas en los 1950. La lobotomía quirúrgica cayó en
relativo desuso en favor del uso de neurolépticos: una forma más sutil
de control.
Mayo de 1954 es una fecha memorable para los siquiatras. Por vez
primera se comercializó un neuroléptico, la clorpromacina (de nombre
comercial Thorazine en Estados Unidos y Largactil en México y algunos
países de Europa), que revolucionó el tratamiento en la profesión. La
primera generación de fenotiazinas de las que surgió la clorpromacina
había sido empleada con fines pesticidas en agricultura. Además, por
experimentos se sabía que inducía catalepsia en los animales. El
neuroléptico era un químico diseñado intencionalmente como neurotoxina,
pero millones de recetas de Thorazine fueron prescritas en Estados
Unidos. Bajo los efectos de la clorpromacina los pacientes ahora “podían
ser movidos como títeres”, y el primer siquiatra que experimentó en
Estados Unidos con este neuroléptico dijo que “podría ser un sustituto
farmacológico de la lobotomía”.[23] La campaña para venderle Thorazine a
la sociedad americana fue tan feroz que los mismos profesionales
llamaron “tropas de asalto Thorazine” a los propagandistas de productos de la compañía que los manufacturó.[24]
Esta fue la primera incursión masiva en el mundo de las relaciones
públicas realizada por una empresa farmacéutica en un mercado que
anteriormente era muy reducido: la psiquiatría institucional. En su
primer año de mercado, Smith, Klein and French obtuvo 75 millones de
dólares con ese fármaco. El resto, como se dice, es historia.[25]
En 1955 la revista Time le llamó “críticos de torre de marfil” a los
profesionales que se oponían a la clorpromacina. Gregory Zilboorg, el
mismo siquiatra que tenía en alta estima a los autores del Malleus
Maleficarum, dijo que el público estaba siendo engañado y que la droga
sólo servía para controlar al paciente internado. Otro médico alzó su
voz y dijo que la clorpromacina era más peligrosa que la heroína y la
cocaína. Pero la publicidad terminó ahogando la disidencia interna. A
mediados de los 1960 más de diez mil artículos médicos se habían escrito
sobre la clorpromacina. Hubo campañas en televisión donde se omitía
toda mención de los efectos parkinsonianos de la droga, y a las revistas
se les pagó sustanciosas sumas si publicaban sus artículos principales
sobre el milagroso químico. Time, Fortune y el New York Times fueron
algunas de estas prostitutas de las corporaciones farmacéuticas.
El uso
de neurolépticos tomó la frontera de tratamientos siquiátricos ante los
comas de insulina, el electroshock y la lobotomía. En los sesenta la
revolución de esta alquimia publicitaria, de pesticidas a
antipsicóticos, estaba consumada y la mentalidad del público había sido
implantada con el mensaje que eran medicinas “antiesquizofrénicas”: una
idea que persiste en la actualidad.
Para 1970 ya se habían prescrito 19
millones de recetas de neurolépticos, y no sólo a la gente perturbada.
Algunos delincuentes menores de edad y adolescentes rebeldes a quienes
se les administró el neuroléptico lo llamaron “jugo zombi”, pero los
profesionales contraatacaron introduciendo el eufemismo “tranquilizantes
mayores”. A finales de marzo del 2001 en Francia, Alemania, Italia,
España, Reino Unido y Estados Unidos la cifra de prescripción de
neurolépticos fue de 43 millones. En el caso de niños y adolescentes, un
estudio mostró que entre 1987 y 1996 se había duplicado el número de
chicos a quienes se les daban. Entre 1996 y 2000 la cifra se multiplicó
hasta alcanzar la cifra de uno de cada cincuenta, aunque la franja más
importante se produjo en la edad entre los niños de 5 y 9 años.[26]
La
propaganda con la que las multinacionales infectan a la sociedad civil
sobre la “necesidad” de estas neurotoxinas se hace a través de campañas
de “educación” a visitadores médicos y consejeros de las escuelas y de
padres.
Joe Sharkey, un periodista de temas financieros y autor de Bedlam:
greed, profiteering and fraud in a mental health system gone crazy
(Bedlam: codicia, acaparamiento y fraude en un sistema de salud mental
que se volvió loco), ha denunciado que al final de los 1980 el 25 por
ciento de las ganancias pagadas por los seguros médicos fueron a parar a
los bolsillos de quienes trabajan en el área de salud mental, en buena
medida por el tratamiento siquiátrico de estos adolescentes
rebeldes.[27] Lo que es más, desde los 1970, la década en la que Amara y
mi madre me asaltaron con el químico, estos profesionales entraron en
franca asociación con las compañías de drogas. El consorcio entre los
siquiatras y la Big Pharma (las multinacionales farmacéuticas) es tan
descarado que todas las conferencias de siquiatría son financiadas por
esas corporaciones, y en algunos centros médicos toda la investigación
de laboratorio también es financiada por las multinacionales. Estas
compañías también financian a las revistas de siquiatría. Además, un
estudio de ochocientos artículos de algunas de las más prestigiosas
revistas científicas que no se especializan en siquiatría (Science,
Nature, Lancet, The New England Journal of Medicine y el Proceedings of
the National Academy of Medicine) descubrió que el 34 por ciento de los
autores tenían intereses financieros con la Big Pharma. La industria
farmacéutica es el mayor patrocinador de la investigación siquiátrica en
Estados Unidos, incluyendo la investigación en universidades y
facultades de medicina. Se calcula que sólo en 1994 gastó mil y medio
millones de dólares en investigación académica.[28] Hay quienes han
usado la expresión “Is academic medicine for sale?” (¿Está a la venta la
medicina académica?) para describir esta situación.
Esto es fundamental para entender por qué digo que los siquiatras, a
pesar de sus impecables credenciales médicas, promulgan una ciencia
tendenciosa. Es evidente que el patrocinio de estas compañías le da un
sesgo biologicista y pro drogas a la investigación. Los editores de las
revistas especializadas son muy cautos a la hora de publicar artículos
de aquellos profesionales que critican a la siquiatría biologicista,
especialmente si ponen en duda la efectividad de los psicofármacos o si
mencionan los terribles efectos de las drogas (como la disquinesia y la
distonía tardía que producen los neurolépticos, a las que los médicos
eufemísticamente llaman “síntomas extrapiramidales”). Las compañías de
drogas gastan enormes sumas en los anuncios que aparecen en las revistas
especializadas, y los editores no están dispuestos a ofender a sus
patrocinadores con ese tipo de artículos por la amenaza de que retiren
la publicidad. La dependencia económica de las revistas con estas
compañías da cabida no sólo a la discrecionalidad, sino a que muchos
contribuyentes se autocensuren: la peor de las censuras posibles. Como
dicen unos profesionales de salud mental:
La industria farmacéutica es la propietaria de los datos
obtenidos en los ensayos clínicos que subvenciona, decide qué estudios
deben publicarse, elige a los autores, escribe los artículos y los
revisa para ofrecer la mejor interpretación posible de los datos.[29]
Por otra parte, es natural que los nuevos profesionales en
investigación médica escojan el área del futuro más prometedor, la que
financian generosamente las compañías de drogas: ahí es donde se
encuentran los fondos para sus carreras. Hay todo un libro sobre el
tema, How the pharmaceutical industry bankrolled the unholy marriage
between science and business de Linda Marsa (Cómo la industria
farmacéutica financió el impío matrimonio entre la ciencia y el
negocio), y esta tendencia es mucho más acusada en siquiatría. En una
revista siquiátrica hay menor garantía de cientificidad que en otras
revistas especializadas. En la profesión ya no se oye hablar, como solía
hacerse en los 1950 y 60, de padres abusivos que enloquecen a sus
hijos. Los intereses para ocultar esta realidad son enormes.
Por ejemplo, a mediados de los 1990 un analista del mercado
farmacéutico afirmó que el mercado norteamericano de neurolépticos, que
era de mil millones de dólares, podía crecer a 4.5 mil millones al año.
En mayo de 2001 un reporte del Wall Street Journal evaluó al mercado de
neurolépticos en 5 mil millones de dólares al año, un crecimiento del
quinientos por ciento en un lustro. El total de ventas de neurolépticos
en Estados Unidos en 2000 fue de 2.5 mil millones de dólares, y las
ventas internacionales llegaron a 6 mil millones ese mismo año. Sólo el
neuroléptico Zyprexa le dio utilidades de mil millones de dólares a Eli
Lilly en 1998. En 1999/2000 Estados Unidos encabezó el consumo
occidental de neurolépticos con el 65 por ciento, Europa le siguió con
el 22 por ciento y Latinoamérica con el 2.5 por ciento (no cuento a
Rusia, Asia ni a África). Dado que hay mucha gente que quiere controlar a
otros en cárceles, asilos, manicomios, correccionales para menores y
aun en el hogar, el mercado de estas terribles drogas tiene previsto
ventas que podrían aumentar.[30]
Estas cifras son clave para entender a la siquiatría de nuestros días: un Gulag químico.
Enfrentados a un negocio multimillonario que sutilmente ha comprado a
los médicos, a las universidades y a los medios, es virtualmente
imposible que la sociedad civil vea lo que está sucediendo. Así como en
tiempos de Heinroth las acciones políticas se encubrieron con ropaje
médico cuando los ideales de la Revolución estaban en el aire, después
de la rebelión de los 1960 la siquiatría reaccionó cubriéndose cada vez
más con el ropaje de la ciencia dura, el paradigma de nuestros días. En
1999 el profesor Leonard Duhl de la Universidad de California definió a
la enfermedad mental y a la pobreza en el más perfecto sentido de los
ideólogos del Gran Encierro del siglo XVII: “la incapacidad de tener
dominio en los sucesos que afectan la propia vida”.[31]
La consolidación y el agrandamiento del poder siquiátrico continúa en
el siglo XXI. El incremento en diez veces del uso de neurolépticos en
menores de edad desde mediados de los noventa al primer lustro del nuevo
siglo, cosa que se hace con el ardid publicitario de que están “en
situación de riesgo”, muestra el cinismo con el que se ha realizado este
diseño.
Heinroth fue un gran visionario. Previó que las drogas podrían ser
las prisiones del futuro. Aunque no se habían inventado los
neurolépticos Heinroth ya hablaba de “medios farmacéuticos de
restricción” y de “medios quirúrgicos restrictivos”, adelantándose a la
lobotomía que Moniz desarrollaría un siglo más tarde. Desde que en el
siglo XIX se dictaran las regulaciones que definirían las políticas que
rigen a los siquiátricos del mundo, la expansión del Gulag químico hizo
que la hospitalización involuntaria a largo plazo cambiara a la
drogadicción involuntaria a largo plazo, que es lo que actualmente está
de moda.
Los siquiatras, naturalmente, dirían las cosas de otra manera.
Dirían que en el tratamiento de las enfermedades mentales el
acontecimiento más sobresaliente del siglo XX fue la síntesis de estos
medicamentos en los laboratorios. Pero este es uno de los alegatos de
avance científico que, analizado de cerca, se descubre falaz. En
psicofarmacología no existen las biografías de Juan, de Pedro o de María
ni cuando se recetan neurolépticos, ni cuando se recetan
antidepresivos, ni cuando se recetan estimulantes, ni cuando se recetan
tranquilizantes. No hay personas en psiquiatría biológica —o siquiatría
biologicista como prefiero llamarla—, sólo radicales bioquímicos que hay
que normalizar mediante otras sustancias químicas. En una época que
busca soluciones fáciles para los problemas del mundo no es necesario
hurgar en el pasado. Basta con calcular la dosis de las píldoras de la
felicidad, sea Prozac o cualquier otra. Esto sucede también con el abuso
de drogas ilegales y la única diferencia es que los psicofármacos son
legales. Aproximadamente treinta millones de personas han tomado Prozac
(fluoxetina), droga a la que revistas como Newsweek le ha hecho
propaganda con artículos de portada. La situación apunta cada vez más a
los escenarios de El mundo feliz de Aldous Huxley donde, a instancias
del Estado, todo ciudadano tomaba la droga llamada soma.
En la profesión médica los factores ambientales que aguijonean
nuestras almas han desaparecido del mapa. Si la filosofía de los
siquiatras biologicistas estuviera en lo cierto, todas nuestras
pasiones, traumas y conflictos, amores y temores son resultado no de
nuestros deseos en pugna con el mundo externo, sino de los vaivenes de
pequeños polipéptidos en nuestros cuerpos que se transforman en
desesperación.
En el prefacio de algunas ediciones del DSM se dice que el futuro
borrará completamente la “desafortunada” distinción entre el concepto
popular de perturbación mental y la enfermedad física.
El 1 de enero de
1990 California se convirtió en el primer estado norteamericano en
aceptar el principal dogma en siquiatría: que las perturbaciones
mentales son, en realidad, enfermedades originadas en disfunciones
cerebrales. Por ejemplo, se afirma que un alta de dopamina causa la
locura, y una baja de serotonina, la depresión. (Esto me recuerda que
para Benjamin Rush, el padre de la siquiatría norteamericana, la locura
era causada por una baja de circulación sanguínea en la cabeza.) Dato
curioso: a los animales en estado silvestre no les falla la serotonina
ni se deprimen. Pero por razones que los siquiatras biologicistas no se
explican, a millones de seres humanos nos falla constantemente. La
siquiatría biorreduccionista es cualquier cosa en que se hable de
supuestas anormalidades biológicas en el cuerpo más bien que en la
familia o medio social: como estudiar el trauma no como reacción ante un
acto que nos ultraja —digamos, la violación incestuosa a Dora—, sino al
lóbulo temporal de la ultrajada, hacia donde se dirige el tratamiento.
Las drogas, o el martillazo eléctrico del electroshock, son resultado
del axioma médico: “El que sólo sabe usar el martillo trata todas las
cosas como si fueran clavos”.
No caricaturizo a la profesión. En noviembre de 2002 sostuve una
larga discusión con el doctor Miguel Pérez de la Mora, un médico
experimental de fisiología celular del Departamento de Biofísica de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y director de la Academia
Mexicana de Ciencias. En la discusión con Pérez de la Mora me llamó
enormemente la atención que, cuando mencioné el estado mental de los
internos en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, mi
disputador saltara inmediatamente al tema de la amígdala y el ansia que
él estudia en su laboratorio: un ansia entendida de manera
estrictamente biológica.
En nuestra discusión tardé un buen tiempo en
hacerle ver lo obvio al doctor: que la causa de las perturbaciones
mentales de los internos eran las brutalidades en los campos. Pero aún
concedido este punto Pérez de la Mora añadió —sin pruebas de
laboratorio— que sólo aquellos internos en los campos que tenían una
predisposición genética podrían haber sido quienes se trastornaron.
¡Para este neurólogo y sus colegas los campos de concentración fueron un
mero “mecanismo disparador” del trastorno de un prisionero cuya
biología, presuntamente, ya estaba defectuosa!
Debo aclarar que el concepto de “mecanismo disparador”, “detonador” o
“desencadenante” de un supuesto trastorno mental latente es uno de los
principales mantras del siquiatra, y ejemplifica lo que he llamado
biorreduccionismo. Para el biorreduccionista los derechos humanos y el
trauma psicológico pasan a segundo plano, y lo único que al hombre de
ciencia le interesa es el proyecto genoma y la búsqueda del “gen”
responsable del trastorno (u otra línea estrictamente biológica). Por
ejemplo, la especialidad de Pérez de la Mora es estudiar los trastornos
de ansiedad en los laboratorios de la UNAM, y durante nuestra discusión
me confesó que la firma que manufactura la droga siquiátrica Valium ha
financiado su investigación. Le llamé la atención a Pérez de la Mora que
una investigación financiada por las mismas compañías de drogas produce
resultados con un claro sesgo biologicista. El eminente científico
mexicano me respondió que muy pocas veces los investigadores se venden a
las compañías.
La realidad es que la manera como las multinacionales farmacéuticas
compran a los científicos es infinitamente más sutil que el soborno
directo. Roche, que manufactura Valium, simplemente financia a los
profesionales que postulan hipótesis biológicas, y a ningún otro. Jamás
Roche o la competencia nos daría un centavo a quienes investigamos el
trauma psicológico. Nuestra línea de investigación es una propuesta
libertaria que requiere de ingeniería social y cambios en la familia
nuclear para evitar el maltrato hacia los niños. Pero en un mundo
conservador nadie quiere financiar al investigador que pone en el
banquillo de los acusados a los padres. Por ejemplo, ninguna institución
financió la investigación para escribir este libro. En cambio, el
modelo médico droga al niño maltratado sin promover cambio social
alguno: sólo así goza del beneplácito de la sociedad. Si la ansiedad que
estudia Pérez de la Mora; o el pánico, la depresión, las adicciones,
las fobias, la manía, las obsesiones y las compulsiones son resultado de
una biología anormal, el contenido humano y existencial de estas
experiencias se vuelve irrelevante.
El pensamiento de nuestra época está siendo confinado a un mundo
unidimensional por lo que a salud mental respecta. El biorreduccionismo,
la ideología de los médicos con anteojeras que no quieren ver a los
lados sociales, es una doctrina cuyo marco conceptual es bastante
simple: determinismo y reduccionismo (“Tu biología es tu destino”). Pero
como los siquiatras y neurólogos nos presentan esa doctrina con toda su
sofisticación científica, el asunto aparentemente es complicado. La
siguiente analogía szasziana ilustra lo simple que, en el fondo, la
biosiquiatría es.
El médico-brujo primitivo, que intentaba comprender a la Naturaleza
en términos humanos, trataba a los objetos como agentes: postura que se
conoce como animismo. El médico-brujo moderno, que intenta comprender a
la subjetividad del hombre en términos de Naturaleza, trata a los
agentes como objetos: postura que se conoce como biorreduccionismo. El
hombre primitivo ha sido desmitificado en nuestra era científica. ¿Quien
desmitificará a los médicos siquiatras? Hay un reducido grupo de
pensadores que puede hacerlo: los que saben distinguir entre ciencia
verdadera y falsa.
Referencias
[1] Citado en Foucault: Historia de la locura en la época clásica (volumen I), p. 106. [2] Edicto de Luis XIV, citado en ibídem, p. 81. [3] Ibídem, p. 81s. [4] Ibídem, p. 182. [5] Ibídem, p. 115. [6] Citado en ibídem, p. 213. Es interesante comparar la
enciclopédica historia de la locura de Foucault, con infinidad de
pasajes opacos y prosa impenetrable, con la breve y concisa historia de
Thomas Szasz en Cruel Compassion: the psychiatric control of the
society’s unwanted (Syracuse University Press, 1998). [7] Johann Christian Heinroth, citado en Szasz: El mito de la sicoterapia, p. 80. [8] Ibídem, pp. 84 & 81. [9] Ibídem, pp. 82s. [10] Ibídem, p. 83. [11] El mito de la sicoterapia, p. 85. [12] Ibídem, p. 84. [13] Véase, por ejemplo, Whitaker: Mad in America, p. 75ss. [14] Eugen Bleuler, citado en John Read, Loren Mosher y Richard Bentall: Modelos de locura (Herder, 2006), p. 39. [15] Emil Kraepelin, citado en ibídem. [16] He tomado todas estas citas y revelaciones sobre el Metrazol del libro de Whitaker. [17] Egas Moniz, citado en ibídem, p. 113. [18] Freeman, citado en ibídem, p. 96. [19] Citado en ibídem, p. 138. [20] Freeman, citado en ibídem, p. 124. [21] Lobotomy, Microsoft® Encarta® Encyclopedia 2000. Sobre el
resurgimiento de la lobotomía, véase Breggin: Toxic psychiatry, pp.
261ss, y un artículo de Lawrence Stevens que puede leerse en internet:
“The brain-butchery called psychosurgery”. [22] Manfred Sakel, citado en Whitaker: Mad in America, p. 98. [23] Heinz Lehmann, citado en ibídem, p. 144. [24] Estas palabras de la compañía farmacéutica Smith, Kline &
French aparecen en Loren Mosher: “Soteria and other alternatives to
acute psychiatric hospitalization” en The journal of nervous and mental
disease (1999, 187), artículo que leí en internet. [25] Loren Mosher, Richard Gosden y Sharon Beder, “Las empresas
farmacéuticas y la esquizofrenia” en Modelos de locura, pp. 141s. [26] Saqué estas cifras de Modelos de locura, páginas 124s. [27] Sharkey: Bedlam, p. 4. El libro de Sharkey toma como tema eje a
los injustificados internamientos fraguados por siquiatras,
especialmente de niños y adolescentes, para sacarle todo el dinero
posible a las compañías aseguradoras de sus padres. [28] Tomé esta información de Valenstein: Blaming the brain, pp. 199 - 187. [29] Modelos de locura, p. 144. [30] Véase Whitaker: Mad in America; y Valenstein: Blaming the brain,
capítulo 6; y Richard Gosden and Sharon Beder: “Pharmaceutical industry
agenda setting in mental health policies” in EHSS (Autumn/Winter 2000). [31] Leonard Duhl, citado en Szasz: Pharmacracy, p. 95. 12/06/2012 – 15:05
Y lo peor que muchos de ellos comete el intrusismo médico como se puede ver en ilegalesinternamientosperu.blogspot.pe, solo porque no tienen o no pueden ganarse la vida honradamente, estafando y poniendo en grave riesgo a toda la sociedad.
La POLITICA es el arte de disfrazar de interés general el interés particular. . . Thiandiere
FINES del BLOG
En Expediente JoanFliZ se exponen los cientos de problemas que afectan al planeta debidos sobre todo a la corrupción y falta de etica existente en muchos que llamariamos sociopatas - en su mente solo existe una palabra PODER - y a que una mayoria de la poblacion "cree" en el mundo "matrix", o sea en "la realidad" que nos ha creado una pequeña pero inteligente "elite" mundial para su propio beneficio.
EnSOLUCIONES JoanFliz agrupamos algunos de los cientos de héroes anonimos para los medios de masas, que han imaginado formas de mejorar la vida de todos nosotros y del planeta con el que formamos un mismo organismo.
Estas ideas y ejemplos quiza nos puedan inspirar a usar nuestro tiempo finito mientras viajamos en lo que llamamos vida.
INDUSTRIA FARMACEUTICA - libros de denuncia
SINDROME TOXICO
el libro negro de las vacunas
El mito de las VACUNAS y ANTIBIOTICOS. NO FUERON LAS CAUSAS DE MEJORIA DE LA SALUD
1 comentario:
Y lo peor que muchos de ellos comete el intrusismo médico como se puede ver en ilegalesinternamientosperu.blogspot.pe, solo porque no tienen o no pueden ganarse la vida honradamente, estafando y poniendo en grave riesgo a toda la sociedad.
Publicar un comentario