Como antaño el comunismo, un fantasma recorre Occidente: el islamismo.
Huérfano del peligro rojo, el mundo occidental enseguida se forjó un nuevo enemigo. A falta de chivo expiatorio ofreció una nueva cara de la amenaza que alimenta su imaginario colectivo.
Herramienta total, el peligro verde añade ventajas desconocidas al peligro rojo.
Herramienta total, el peligro verde añade ventajas desconocidas al peligro rojo.
Porque a los ojos de un Occidente que sucumbe fácilmente a la fascinación negativa del «los otros», los islamistas presentan estigmas de una diferencia radical.
Seres siniestros surgidos de no se sabe dónde, sin cara y sin piedad, los islamistas estarían ubicados en el límite de lo humano. Pero esta, digamos satanización, entra en contradicción con el recuerdo de turbias connivencias:
Seres siniestros surgidos de no se sabe dónde, sin cara y sin piedad, los islamistas estarían ubicados en el límite de lo humano. Pero esta, digamos satanización, entra en contradicción con el recuerdo de turbias connivencias:
¿Quién no recuerda el idilio de Al-Qaida con la CIA?
La paradoja solo es aparente, porque el mandato de mirar el islamismo como origen de todos los males se acompaña de un esfuerzo constante para perpetuar la amenaza, libre de confeccionar todas las piezas de «yihadismos» carnavalescos exhibidos ante las cámaras el tiempo de una llamada electoralista.
Pero esta duplicidad, a su vez, está basada en una mezcla fraudulenta de islamismo y yihadismo lista para alimentar una retórica binaria: eso que hay que eliminar en bloque, nos dicen, es un mal absoluto, total e indiferenciado. Erradicar el virus islamista, hacerlo desaparecer de la faz de la tierra, es un discurso demasiado somero para no levantar sospechas.
Este enfoque centrado en un objeto imaginario es la matriz de una serie, por lo menos, de errores geopolíticos: negación morbosa de los orígenes del terrorismo, belicismo hipócritamente adornado de virtudes democráticas, incomprensión voluntaria de las revoluciones árabes, complacencia reiterada respecto al colonialismo israelí. En efecto, el espantapájaros islamista ha provocado, en primer lugar, una formidable ceguera ante las causas de la violencia yihadista.
Según Occidente, ese terrorismo sería una oscura mezcla de paranoia y fanatismo cuya explicación correspondería al mismo tiempo a la psiquiatría ordinaria y al estudio de las mentalidades religiosas.
Pero esta duplicidad, a su vez, está basada en una mezcla fraudulenta de islamismo y yihadismo lista para alimentar una retórica binaria: eso que hay que eliminar en bloque, nos dicen, es un mal absoluto, total e indiferenciado. Erradicar el virus islamista, hacerlo desaparecer de la faz de la tierra, es un discurso demasiado somero para no levantar sospechas.
Este enfoque centrado en un objeto imaginario es la matriz de una serie, por lo menos, de errores geopolíticos: negación morbosa de los orígenes del terrorismo, belicismo hipócritamente adornado de virtudes democráticas, incomprensión voluntaria de las revoluciones árabes, complacencia reiterada respecto al colonialismo israelí. En efecto, el espantapájaros islamista ha provocado, en primer lugar, una formidable ceguera ante las causas de la violencia yihadista.
Según Occidente, ese terrorismo sería una oscura mezcla de paranoia y fanatismo cuya explicación correspondería al mismo tiempo a la psiquiatría ordinaria y al estudio de las mentalidades religiosas.
Sin embargo esta doble explicación no se sostiene.
La patología mental de los terroristas se supone de antemano, y nada demuestra que sea la razón de los actos cometidos. Al «psiquiatrizar» el fenómeno terrorista se ofrece un pretexto que permite ignorar los motivos. Eximiendo de entrada cualquier racionalismo, incluso en el asesinato, el yihadismo se reduce al estatuto de rareza antropológica.
En resumen se hablaría de una aberración sin una causa atribuible, como si nada pudiera explicarla salvo la enajenación mental de sus ejecutantes, a quienes de esta forma se despoja de cualquier responsabilidad política.
En resumen se hablaría de una aberración sin una causa atribuible, como si nada pudiera explicarla salvo la enajenación mental de sus ejecutantes, a quienes de esta forma se despoja de cualquier responsabilidad política.
¿Para qué buscar las razones de esta locura asesina, nos dicen, cuando existe por naturaleza y sin motivos? Porque lo más sorprendente es que continúa y profundiza un mal absoluto.
Curiosa paradoja: Moralmente se condena con energía el terrorismo mientras al mismo tiempo, sin darnos cuenta, se le absuelve.
Si realmente los terroristas están locos, hay que conceder que no hay nada que entender en sus actos. Entonces, ¿qué sentido tiene la indignación moral que suscitan dichos actos si al mismo tiempo se afirma que los terroristas no son responsables?
Si realmente los terroristas están locos, hay que conceder que no hay nada que entender en sus actos. Entonces, ¿qué sentido tiene la indignación moral que suscitan dichos actos si al mismo tiempo se afirma que los terroristas no son responsables?
Esta contradicción interna del discurso con respecto al terrorismo no es la única. Porque el hecho de ubicarlo en la dudosa categoría de las enfermedades mentales nos invita a contemplar a los terroristas como auténticos «locos de Dios». Esos asesinos serían iluminados de una singular especie que ansían realizar aquí y ahora las promesas ancestrales de la tradición religiosa.
Los terroristas serían los ejecutantes de un plan divino que exige a la vez el sacrificio de los puros y la destrucción de los impuros. Lejos de intentar convertir a los demás, los suprimirán para implantar el reinado de una fe que ya no tendrá rival.
Familiar al pensamiento occidental, que a menudo lo ha combatido, el fanatismo suministra aquí el esquema explicativo: dicho fanatismo sería la causa esencial de la violencia ciega que afecta de manera indiscriminada a civiles y militares, niños y adultos, impíos y apóstatas.
Los terroristas serían los ejecutantes de un plan divino que exige a la vez el sacrificio de los puros y la destrucción de los impuros. Lejos de intentar convertir a los demás, los suprimirán para implantar el reinado de una fe que ya no tendrá rival.
Familiar al pensamiento occidental, que a menudo lo ha combatido, el fanatismo suministra aquí el esquema explicativo: dicho fanatismo sería la causa esencial de la violencia ciega que afecta de manera indiscriminada a civiles y militares, niños y adultos, impíos y apóstatas.
Favorecedora del crecimiento de los extremismos, la frecuentación de lo absoluto se convertiría en el deseo de destruir todo lo que no se ajusta a sus propias exigencias. Adaptado a las necesidades de la causa, el dogma religioso proporcionaría así la furia destructiva de los yihadistas, la razón de su radicalismo, inyectándoles el ardor mortífero que los lleva hasta el final.
Más sutil y menos abstracta que la anterior, esta interpretación tiene el mérito, obviamente, de tomar en serio el discurso de los intereses: entender lo que dicen los propios yihadistas no es indiferente a la comprensión del fenómeno. Pero aún hay que rodearse de precauciones imprescindibles.
En primer lugar hay que evitar poner la interpretación religiosa por encima de la interpretación psiquiátrica. Si esos locos de Dios están locos eso es, nos dicen generalmente, porque tienen una relación con Dios que los enloquece: su propia concepción de la religión los impulsaría al acto criminal.
Todo el mundo sabe que el terrorismo contraviene la letra y el espíritu de la enseñanza coránica, lo que basta para condenarlo desde el punto de vista religioso. Pero la incoherencia doctrinal del yihadismo, sin embargo, no es sinónimo de locura en el sentido psiquiátrico.
La atribución a sus adeptos de una especie de delirio milenarista no contribuye a clarificar el análisis, en tanto que es desmentido por la biografía de numerosos yihadistas. La locura nunca da una explicación satisfactoria de cualquier cosa, y remitir a la psiquiatría la ideología yihadista no es más racional que remitir a la psiquiatría a sus afiliados. Machacar a porfía la teoría de la manipulación perversa de aprendices de terrorista por parte de sus crueles patrocinadores, finalmente, se limita a resumir una trivialidad: en una organización clandestina la jerarquización es una necesidad de la supervivencia.
Al fondo, las oscuras causas del fanatismo forman un esquema interpretativo que proyecta una falsa claridad sobre lo que pretende explicar:
es un esquema que sirve de parapeto para rechazar cualquier intento de racionalizar el terrorismo basándose en el análisis de sus verdaderos motivos.
En primer lugar hay que evitar poner la interpretación religiosa por encima de la interpretación psiquiátrica. Si esos locos de Dios están locos eso es, nos dicen generalmente, porque tienen una relación con Dios que los enloquece: su propia concepción de la religión los impulsaría al acto criminal.
Todo el mundo sabe que el terrorismo contraviene la letra y el espíritu de la enseñanza coránica, lo que basta para condenarlo desde el punto de vista religioso. Pero la incoherencia doctrinal del yihadismo, sin embargo, no es sinónimo de locura en el sentido psiquiátrico.
La atribución a sus adeptos de una especie de delirio milenarista no contribuye a clarificar el análisis, en tanto que es desmentido por la biografía de numerosos yihadistas. La locura nunca da una explicación satisfactoria de cualquier cosa, y remitir a la psiquiatría la ideología yihadista no es más racional que remitir a la psiquiatría a sus afiliados. Machacar a porfía la teoría de la manipulación perversa de aprendices de terrorista por parte de sus crueles patrocinadores, finalmente, se limita a resumir una trivialidad: en una organización clandestina la jerarquización es una necesidad de la supervivencia.
Al fondo, las oscuras causas del fanatismo forman un esquema interpretativo que proyecta una falsa claridad sobre lo que pretende explicar:
es un esquema que sirve de parapeto para rechazar cualquier intento de racionalizar el terrorismo basándose en el análisis de sus verdaderos motivos.
Pretexto de una ignorancia voluntaria, el manejo de dicho esquema permite la conservación ilusoria del secreto a voces al que sirve de pantalla la cháchara mediática: el terrorismo es la continuación de la política por otros medios.
Pero lo esencial, para el discurso dominante, es seguir actuando de forma que el árbol religioso no deje ver el bosque político. Aplicado al fenómeno terrorista, el procedimiento suma dos ventajas: permite incriminar directamente a la religión musulmana a la vez que exonera a la política occidental de su responsabilidad en el origen del yihadismo. La doctrina del choque de civilizaciones perpetúa así su perniciosa onda expansiva imponiendo una lectura esencialista de los conflictos que desgarran el mundo. Basta con achacarlos a una causalidad diabólica que coincide, como por encanto, con un islamismo que se cuidan mucho de definir.
Y sin embargo, cuando un yihadista castiga a Francia por su política en Afganistán matando a militares franceses, o asesina a niños judíos para vengar a los de Gaza, esos actos deleznables no son una iniciativa aislada de un individuo socialmente desclasado o enfermo mental. Negar a esas acciones criminales su carácter político es sustraerlas de cualquier análisis racional. Y en consecuencia se impide continuar el proceso de una forma diferente, con lo que permanece legítimo el enfoque de la emoción y el anatema.
Por otra parte, el hecho de negarse a admitir que el terrorismo es un arma política implica una negación de la historia, tanto si se trata de las oleadas terroristas de los años 80 y 90, directamente vinculadas a los conflictos de Líbano y Argelia, o de los atentados de la OAS en los años 60. Pero poco importa la realidad histórica: el dogma contemporáneo exige que no haya nada que entender.
En efecto, según dicho dogma, cualquier intento de análisis intelectual es eminentemente sospechoso porque el hecho de analizar políticamente, ¿no es comprender hasta cierto punto? ¿Y comprender no es absolver hasta cierto punto? Sin embargo esa presunta equivalencia entre comprensión e indulgencia se basa en la confusión mental y la hipocresía. En realidad es todo lo contrario: comprender realmente el fenómeno yihadista implica considerar a los autores de sus actos individuos responsables y someter a una crítica despiadada las razones que ellos invocan. Es la exigencia de poner en perspectiva sucesos inscritos en una historia que debe ser asumida por quienes la hacen.
En resumen, es recordar a cada uno sus responsabilidades pasadas y presentes, reconocidas o inconfesables. Así, nadie ignora que el yihadismo arraigó en la Península Arábiga al abrigo de una alianza entre Estados Unidos y la monarquía wahabí. Se sabe que alimentada con petrodólares se extendió ampliamente en el mundo musulmán con la bendición de Occidente. El origen de Al-Qaida no es un misterio para nadie: fue el efecto combinado de la obsesión antisoviética de Estados Unidos con el terror saudí ante la penetración «jomeinista». Fruto venenoso de los amores de la CIA y los muyahidines, la organización terrorista ha rendido buenos servicios a las oficinas secretas de un Estados Unidos, cuya política en Oriente Medio fue y sigue siendo una mezcla de cinismo y torpeza que ha llegado a cotas insólitas.
Victoriosa de entrada sobre el Ejército Rojo, la inconfesable coalición, sin embargo, acabó disolviéndose. La causa de ese divorcio no es ningún misterio: se trataba de una triple manzana de la discordia. La humillante ocupación del suelo sagrado de Arabia, el calvario del pueblo iraquí sometido al embargo y la complacencia culpable con respecto al ocupante israelí, hay que creer que fueron demasiadas para Bin Laden. El siniestro contratista quiso ajustar sus cuentas con un patrocinador extranjero cuyo éxito regional chocaba con su visión del mundo.
Si el idilio estadounidense-yihadista llegó provisionalmente a su final no es porque el Occidente democrático tuviera que pelear inevitablemente contra el enemigo implacable de sus nobles principios. Fue porque los objetivos en principio convergentes pronto dejaron de serlo. La idea, tranquilizadora en el fondo, de que el origen del yihadismo es el odio a un Occidente impío es invalidada por su propia historia. Curioso enemigo mortal que cobraba sus servicios a precio de oro y cuyo síndrome de agente doble y la subcontratación fraudulenta nunca dejaron de dar sorpresas.
Así, más allá de la negación patológica de una turbulenta complicidad, aparece una verdad tan repugnante como innegable: Al-Qaida no desapareció de la lista de las frecuentaciones recomendables hasta que el propio Bin Laden declaró el final del idilio. El divorcio no fue consumado por un Occidente que rechaza moralmente el terrorismo, sino por los propios terroristas debido a la discordancia entre su agenda política y la de sus patrocinadores.
Inconfesable pero conocida por todo el mundo, esta historia niega para siempre la credibilidad de las proclamas occidentales respecto al mal absoluto que representa el yihadismo. Pero al mismo tiempo señala el absurdo del fraude que consiste en confundirle con el islamismo democrático. Esa confusión, que se ha mantenido deliberadamente, ha causado estragos impresionantes en el campo occidental cuando por fin el mundo árabe se sacude el yugo de la tiranía. El pueblo tunecino y el pueblo egipcio no deben a nadie más que a sí mismos la expulsión de los potentados que los dominaban, porque Occidente era al mismo tiempo su generoso financiero y su principal adulador.
Frente a la oposición de un movimiento islamista cuya culpa principal era reclamar elecciones libres, Mubarak y Ben Alí se beneficiaban de una indulgencia a toda prueba. Deshonrados en Túnez y en El Cairo todavía eran ensalzados en las redacciones de París: cómo olvidar a Alexandre Adler, quien confesaba su admiración por el «despotismo ilustrado» de Mubarak, al que atribuyó la virtud de servir de barrera del odioso islamismo.
Se recordará durante mucho tiempo a Michèle Alliot-Marie, que propuso acudir en auxilio de Ben Alí con la porra made in france en la mano. Apoyo activo a los dictadores árabes que practican la tortura y la detención arbitraria por un lado, condena indignada de la violencia terrorista por otro: es tal la duplicidad occidental, y en particular la francesa, que parece convocar, al negarle cualquier expresión política, aquello que pretende vilipendiar.
Pero a pesar de sus esfuerzos, Occidente no ha podido impedir la eclosión de eso sobre lo que pretendía poseer el privilegio natural impidiéndoselo a los demás: la democracia. En efecto, lo inimaginable es que esa revolución democrática haya ocurrido a pesar de Occidente, de manera no violenta, y además bajo el efecto de un impulso popular que se presumía imposible entre los árabes. Lejos de dejarse encerrar en la alternativa suicida entre el sometimiento a sus amos protegidos de Occidente o la deriva yihadista dedicada a perpetuar las desgracias de los árabes, los revolucionarios optaron por expulsar a uno y a la otra.
Mejor todavía, esta democracia naciente está llevando al poder a coaliciones con un componente islamista mayoritario que tras los escrutinios no reivindica ninguna exclusividad ni instaura ninguna dictadura. El escenario imaginario de la subversión islamista, lejos de producirse, se transforma en el éxito de una democracia árabe responsable que además resiste tanto a las sirenas occidentales como a las del radicalismo yihadista.
El éxito de las revoluciones árabes desvela al mismo tiempo el fracaso de una estrategia, la del apoyo occidental a las tiranías, y el fracaso de una representación, la del islamismo presuntamente irreconciliable con la soberanía popular y los derechos políticos. Lo que ha puesto de manifiesto el éxito de esas revoluciones que se consideraban improbables es el absurdo de una confusión que se ha mantenido a propósito, desde hace decenios, entre el islamismo político y el yihadismo combatiente.
La actitud occidental es tan absurda como la del otro extremo del mundo árabe, la intervención extranjera se atavió, en 2003, con las virtudes de la democracia universal. Prohibidos a los egipcios, los beneficios de la democracia debían instaurarse rápidamente, manu militari, en un Irak sometido a la autocracia baasista con la que sin embargo Washington había establecido una alianza privilegiada frente a Irán. Barrera del islamismo, la dictadura de Mubarak tenía todos los derechos, mientras que a la de Sadam Hussein, de repente, se la acusó de brindar un santuario a los islamistas.
Con el fin de ocultar los auténticos objetivos del asunto iraquí (el afán por el petróleo y el antisionismo baasista) se inventó la monumental superchería de presentar la guerra contra Sadam como una operación preventiva contra el yihadismo. Ironía de la historia, la invasión de Irak proporcionó a los combatientes de Al-Qaida un nuevo escenario de operaciones, sumiendo al país en un caos donde los partidos chiíes próximos a Irán han resultado victoriosos. En un sorprendente escorzo, el New York Times resumía la aventura iraquí: «Estados Unidos ha gastado 200.000 millones de dólares para instaurar una teocracia».
Así, la política occidental ofrece el espectáculo de una incoherencia absoluta donde la invocación ritual de un peligro islamista indiscriminado justifica cualquier cosa: aquí apoya a la dictadura hasta el fondo, allá la elimina a golpes de B-52, una auténtica política del absurdo que daría risa si no fuera porque las poblaciones pagan un precio cruel.
Contra el islamismo, en suma, todo cuela como si como si solo existiese la alternativa entre el aplastamiento policial a través del potentado interpuesto o el bombardeo quirúrgico por vía aérea. Pero el primero se replegó de forma espectacular con las revoluciones árabes victoriosas mientras el segundo, con la acumulación de sonoros fracasos, sigue dando muestras de su inutilidad.
La absurda idea de que se puede imponer la democracia bombardeando a sus futuros beneficiarios consigue, en primer lugar, que se identifique el espíritu democrático con el bombardeo. Como dijo Robespierre: «A los pueblos no les gustan los misioneros armados». La intervención militar se sirve enfáticamente de los principios democráticos, y siempre consiste en llevar los horrores de la guerra al terreno de los otros.
Como si fuera natural añadir a la discordia endógena el suplemento de odio que suscita la invasión extranjera, las oficinas de propaganda occidentales siempre están dispuestas a clasificar la realidad en categorías simplistas. Así, dividen a los beligerantes, con un falso candor, en buenos y malvados, lo que tiene la ventaja de elaborar la guía previa de las futuras salvas de misiles: el simplismo de repartir el vicio y la virtud entre las partes contendientes tiene la ventaja, al menos, de facilitar la logística militar en nombre de una justicia punitiva que no se para en sutilezas superfluas al abordar el «complicado Oriente».
Este asombroso belicismo hipócritamente adornado de buenos sentimientos es el que define la actitud de las potencias occidentales en Oriente Medio. Pero todos conocemos el resultado de esta política falsamente ingenua que tapa la codicia occidental con los oropeles de un humanismo perverso. Con su brutalidad, por todas partes ha causado el efecto de un elefante en una cacharrería. Abortada de forma lamentable en Somalia, donde Clinton retiró sus tropas a la primera escaramuza, esta nueva política de las cañoneras fue un enorme desastre en Irak, devuelto a la Edad de Piedra y abandonado a la guerra civil.
Esa política también causó una catástrofe en Afganistán, de donde pronto desaparecerán las legiones extranjeras después de orinar sobre un último puñado de cadáveres. Se convirtió en tragicomedia en Libia, donde gracias al libertador de Saint-Germain-des-Pres (Sarkozy, N. de T.) se restableció la poligamia incluso antes de que se enfriase el cadáver de Gadafi. A esos desastres en cadena hay que añadir la anunciada ofensiva contra Irán, para la que Obama ya ha suministrado municiones a la aviación israelí con la excusa de una amenaza ridícula frente al arsenal atómico de los presuntos enemigos de la República Islámica.
El hecho de que la democracia occidental siembre sin vergüenza la muerte y la desolación en los países de otros y después se indigne por la violencia resultante, a veces en su propio suelo, es la fuente de una inagotable perplejidad, pero así es: la inversión maligna de la causa y el efecto permite todos los artificios de la propaganda, y en particular el que consiste en imputar a una civilización entera una especie de maleficio intrínseco, una superchería más que ilustra el poder de una ideología cuyo artificio supremo consiste en transformar a las poblaciones víctimas del imperialismo en culpables de nacimiento.
En definitiva se podría pensar que Occidente, de forma inconsciente, ha calcado su actitud de la de su apéndice israelí, cuyo comportamiento típico es el del ladrón que grita ¡al criminal! La obsesiva designación de sus enemigos por parte del Estado hebreo parece que, en efecto, ha creado escuela, dada la patente proximidad de los objetivos señalados en Tel Aviv, Washington, Londres o París. En el centro de la zona de tiro, invariablemente, en primer lugar se agita frenéticamente el diablo islamista: suní o chií, demócrata o yihadista, ganador de las elecciones o el que las reclama humildemente, es la fuente inagotable de todos los males que aquejan a las valientes democracias. Foco de un mal incurable, el islamismo alimentaría esa calaña demoníaca dispuesta a lanzarse sobre el Occidente civilizado.
Aprovechando la confusión de la que emerge la imagen satanizada del barbudo sanguinario, Occidente parece asombrarse ante una burda representación que no es otra que la sempiterna caricatura forjada por la propaganda israelí. La mejor ilustración de esta superchería permanecerá sin duda en la acusación de terrorismo contra Hamás e Hizbulá, que eleva hasta el absurdo la imputación exclusiva de la barbarie que gusta a los incondicionales de esta maravillosa democracia que legalizó la tortura e instauró el apartheid.
Absurdo, en efecto, no solo porque la resistencia armada a la ocupación extranjera es legítima, sino porque teniendo en cuenta los criterios objetivos que definen el terrorismo (violencia indiscriminada contra las poblaciones civiles), es el Estado de Israel el que ostenta, de lejos, el primer puesto. Y si su política es punible según los valores con los que sus defensores se llenan la boca, hace ya mucho tiempo que deberían haber impedido los daños que causan los belicistas que dirigen su gobierno.
Bruno Guigue (Toulouse, 1962), es titulado en Geopolítica por la École Nationales d’Administration (ENA), ensayista, colaborador asiduo de Oumma.com, y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe, L’Economie solidaire, Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por L’Harmattan.
Fuente: http://oumma.com/12570/splendeur-misere-dun-epouvantail-lislamisme
Pero lo esencial, para el discurso dominante, es seguir actuando de forma que el árbol religioso no deje ver el bosque político. Aplicado al fenómeno terrorista, el procedimiento suma dos ventajas: permite incriminar directamente a la religión musulmana a la vez que exonera a la política occidental de su responsabilidad en el origen del yihadismo. La doctrina del choque de civilizaciones perpetúa así su perniciosa onda expansiva imponiendo una lectura esencialista de los conflictos que desgarran el mundo. Basta con achacarlos a una causalidad diabólica que coincide, como por encanto, con un islamismo que se cuidan mucho de definir.
Y sin embargo, cuando un yihadista castiga a Francia por su política en Afganistán matando a militares franceses, o asesina a niños judíos para vengar a los de Gaza, esos actos deleznables no son una iniciativa aislada de un individuo socialmente desclasado o enfermo mental. Negar a esas acciones criminales su carácter político es sustraerlas de cualquier análisis racional. Y en consecuencia se impide continuar el proceso de una forma diferente, con lo que permanece legítimo el enfoque de la emoción y el anatema.
Por otra parte, el hecho de negarse a admitir que el terrorismo es un arma política implica una negación de la historia, tanto si se trata de las oleadas terroristas de los años 80 y 90, directamente vinculadas a los conflictos de Líbano y Argelia, o de los atentados de la OAS en los años 60. Pero poco importa la realidad histórica: el dogma contemporáneo exige que no haya nada que entender.
En efecto, según dicho dogma, cualquier intento de análisis intelectual es eminentemente sospechoso porque el hecho de analizar políticamente, ¿no es comprender hasta cierto punto? ¿Y comprender no es absolver hasta cierto punto? Sin embargo esa presunta equivalencia entre comprensión e indulgencia se basa en la confusión mental y la hipocresía. En realidad es todo lo contrario: comprender realmente el fenómeno yihadista implica considerar a los autores de sus actos individuos responsables y someter a una crítica despiadada las razones que ellos invocan. Es la exigencia de poner en perspectiva sucesos inscritos en una historia que debe ser asumida por quienes la hacen.
En resumen, es recordar a cada uno sus responsabilidades pasadas y presentes, reconocidas o inconfesables. Así, nadie ignora que el yihadismo arraigó en la Península Arábiga al abrigo de una alianza entre Estados Unidos y la monarquía wahabí. Se sabe que alimentada con petrodólares se extendió ampliamente en el mundo musulmán con la bendición de Occidente. El origen de Al-Qaida no es un misterio para nadie: fue el efecto combinado de la obsesión antisoviética de Estados Unidos con el terror saudí ante la penetración «jomeinista». Fruto venenoso de los amores de la CIA y los muyahidines, la organización terrorista ha rendido buenos servicios a las oficinas secretas de un Estados Unidos, cuya política en Oriente Medio fue y sigue siendo una mezcla de cinismo y torpeza que ha llegado a cotas insólitas.
Victoriosa de entrada sobre el Ejército Rojo, la inconfesable coalición, sin embargo, acabó disolviéndose. La causa de ese divorcio no es ningún misterio: se trataba de una triple manzana de la discordia. La humillante ocupación del suelo sagrado de Arabia, el calvario del pueblo iraquí sometido al embargo y la complacencia culpable con respecto al ocupante israelí, hay que creer que fueron demasiadas para Bin Laden. El siniestro contratista quiso ajustar sus cuentas con un patrocinador extranjero cuyo éxito regional chocaba con su visión del mundo.
Si el idilio estadounidense-yihadista llegó provisionalmente a su final no es porque el Occidente democrático tuviera que pelear inevitablemente contra el enemigo implacable de sus nobles principios. Fue porque los objetivos en principio convergentes pronto dejaron de serlo. La idea, tranquilizadora en el fondo, de que el origen del yihadismo es el odio a un Occidente impío es invalidada por su propia historia. Curioso enemigo mortal que cobraba sus servicios a precio de oro y cuyo síndrome de agente doble y la subcontratación fraudulenta nunca dejaron de dar sorpresas.
Así, más allá de la negación patológica de una turbulenta complicidad, aparece una verdad tan repugnante como innegable: Al-Qaida no desapareció de la lista de las frecuentaciones recomendables hasta que el propio Bin Laden declaró el final del idilio. El divorcio no fue consumado por un Occidente que rechaza moralmente el terrorismo, sino por los propios terroristas debido a la discordancia entre su agenda política y la de sus patrocinadores.
Inconfesable pero conocida por todo el mundo, esta historia niega para siempre la credibilidad de las proclamas occidentales respecto al mal absoluto que representa el yihadismo. Pero al mismo tiempo señala el absurdo del fraude que consiste en confundirle con el islamismo democrático. Esa confusión, que se ha mantenido deliberadamente, ha causado estragos impresionantes en el campo occidental cuando por fin el mundo árabe se sacude el yugo de la tiranía. El pueblo tunecino y el pueblo egipcio no deben a nadie más que a sí mismos la expulsión de los potentados que los dominaban, porque Occidente era al mismo tiempo su generoso financiero y su principal adulador.
Frente a la oposición de un movimiento islamista cuya culpa principal era reclamar elecciones libres, Mubarak y Ben Alí se beneficiaban de una indulgencia a toda prueba. Deshonrados en Túnez y en El Cairo todavía eran ensalzados en las redacciones de París: cómo olvidar a Alexandre Adler, quien confesaba su admiración por el «despotismo ilustrado» de Mubarak, al que atribuyó la virtud de servir de barrera del odioso islamismo.
Se recordará durante mucho tiempo a Michèle Alliot-Marie, que propuso acudir en auxilio de Ben Alí con la porra made in france en la mano. Apoyo activo a los dictadores árabes que practican la tortura y la detención arbitraria por un lado, condena indignada de la violencia terrorista por otro: es tal la duplicidad occidental, y en particular la francesa, que parece convocar, al negarle cualquier expresión política, aquello que pretende vilipendiar.
Pero a pesar de sus esfuerzos, Occidente no ha podido impedir la eclosión de eso sobre lo que pretendía poseer el privilegio natural impidiéndoselo a los demás: la democracia. En efecto, lo inimaginable es que esa revolución democrática haya ocurrido a pesar de Occidente, de manera no violenta, y además bajo el efecto de un impulso popular que se presumía imposible entre los árabes. Lejos de dejarse encerrar en la alternativa suicida entre el sometimiento a sus amos protegidos de Occidente o la deriva yihadista dedicada a perpetuar las desgracias de los árabes, los revolucionarios optaron por expulsar a uno y a la otra.
Mejor todavía, esta democracia naciente está llevando al poder a coaliciones con un componente islamista mayoritario que tras los escrutinios no reivindica ninguna exclusividad ni instaura ninguna dictadura. El escenario imaginario de la subversión islamista, lejos de producirse, se transforma en el éxito de una democracia árabe responsable que además resiste tanto a las sirenas occidentales como a las del radicalismo yihadista.
El éxito de las revoluciones árabes desvela al mismo tiempo el fracaso de una estrategia, la del apoyo occidental a las tiranías, y el fracaso de una representación, la del islamismo presuntamente irreconciliable con la soberanía popular y los derechos políticos. Lo que ha puesto de manifiesto el éxito de esas revoluciones que se consideraban improbables es el absurdo de una confusión que se ha mantenido a propósito, desde hace decenios, entre el islamismo político y el yihadismo combatiente.
La actitud occidental es tan absurda como la del otro extremo del mundo árabe, la intervención extranjera se atavió, en 2003, con las virtudes de la democracia universal. Prohibidos a los egipcios, los beneficios de la democracia debían instaurarse rápidamente, manu militari, en un Irak sometido a la autocracia baasista con la que sin embargo Washington había establecido una alianza privilegiada frente a Irán. Barrera del islamismo, la dictadura de Mubarak tenía todos los derechos, mientras que a la de Sadam Hussein, de repente, se la acusó de brindar un santuario a los islamistas.
Con el fin de ocultar los auténticos objetivos del asunto iraquí (el afán por el petróleo y el antisionismo baasista) se inventó la monumental superchería de presentar la guerra contra Sadam como una operación preventiva contra el yihadismo. Ironía de la historia, la invasión de Irak proporcionó a los combatientes de Al-Qaida un nuevo escenario de operaciones, sumiendo al país en un caos donde los partidos chiíes próximos a Irán han resultado victoriosos. En un sorprendente escorzo, el New York Times resumía la aventura iraquí: «Estados Unidos ha gastado 200.000 millones de dólares para instaurar una teocracia».
Así, la política occidental ofrece el espectáculo de una incoherencia absoluta donde la invocación ritual de un peligro islamista indiscriminado justifica cualquier cosa: aquí apoya a la dictadura hasta el fondo, allá la elimina a golpes de B-52, una auténtica política del absurdo que daría risa si no fuera porque las poblaciones pagan un precio cruel.
Contra el islamismo, en suma, todo cuela como si como si solo existiese la alternativa entre el aplastamiento policial a través del potentado interpuesto o el bombardeo quirúrgico por vía aérea. Pero el primero se replegó de forma espectacular con las revoluciones árabes victoriosas mientras el segundo, con la acumulación de sonoros fracasos, sigue dando muestras de su inutilidad.
La absurda idea de que se puede imponer la democracia bombardeando a sus futuros beneficiarios consigue, en primer lugar, que se identifique el espíritu democrático con el bombardeo. Como dijo Robespierre: «A los pueblos no les gustan los misioneros armados». La intervención militar se sirve enfáticamente de los principios democráticos, y siempre consiste en llevar los horrores de la guerra al terreno de los otros.
Como si fuera natural añadir a la discordia endógena el suplemento de odio que suscita la invasión extranjera, las oficinas de propaganda occidentales siempre están dispuestas a clasificar la realidad en categorías simplistas. Así, dividen a los beligerantes, con un falso candor, en buenos y malvados, lo que tiene la ventaja de elaborar la guía previa de las futuras salvas de misiles: el simplismo de repartir el vicio y la virtud entre las partes contendientes tiene la ventaja, al menos, de facilitar la logística militar en nombre de una justicia punitiva que no se para en sutilezas superfluas al abordar el «complicado Oriente».
Este asombroso belicismo hipócritamente adornado de buenos sentimientos es el que define la actitud de las potencias occidentales en Oriente Medio. Pero todos conocemos el resultado de esta política falsamente ingenua que tapa la codicia occidental con los oropeles de un humanismo perverso. Con su brutalidad, por todas partes ha causado el efecto de un elefante en una cacharrería. Abortada de forma lamentable en Somalia, donde Clinton retiró sus tropas a la primera escaramuza, esta nueva política de las cañoneras fue un enorme desastre en Irak, devuelto a la Edad de Piedra y abandonado a la guerra civil.
Esa política también causó una catástrofe en Afganistán, de donde pronto desaparecerán las legiones extranjeras después de orinar sobre un último puñado de cadáveres. Se convirtió en tragicomedia en Libia, donde gracias al libertador de Saint-Germain-des-Pres (Sarkozy, N. de T.) se restableció la poligamia incluso antes de que se enfriase el cadáver de Gadafi. A esos desastres en cadena hay que añadir la anunciada ofensiva contra Irán, para la que Obama ya ha suministrado municiones a la aviación israelí con la excusa de una amenaza ridícula frente al arsenal atómico de los presuntos enemigos de la República Islámica.
El hecho de que la democracia occidental siembre sin vergüenza la muerte y la desolación en los países de otros y después se indigne por la violencia resultante, a veces en su propio suelo, es la fuente de una inagotable perplejidad, pero así es: la inversión maligna de la causa y el efecto permite todos los artificios de la propaganda, y en particular el que consiste en imputar a una civilización entera una especie de maleficio intrínseco, una superchería más que ilustra el poder de una ideología cuyo artificio supremo consiste en transformar a las poblaciones víctimas del imperialismo en culpables de nacimiento.
En definitiva se podría pensar que Occidente, de forma inconsciente, ha calcado su actitud de la de su apéndice israelí, cuyo comportamiento típico es el del ladrón que grita ¡al criminal! La obsesiva designación de sus enemigos por parte del Estado hebreo parece que, en efecto, ha creado escuela, dada la patente proximidad de los objetivos señalados en Tel Aviv, Washington, Londres o París. En el centro de la zona de tiro, invariablemente, en primer lugar se agita frenéticamente el diablo islamista: suní o chií, demócrata o yihadista, ganador de las elecciones o el que las reclama humildemente, es la fuente inagotable de todos los males que aquejan a las valientes democracias. Foco de un mal incurable, el islamismo alimentaría esa calaña demoníaca dispuesta a lanzarse sobre el Occidente civilizado.
Aprovechando la confusión de la que emerge la imagen satanizada del barbudo sanguinario, Occidente parece asombrarse ante una burda representación que no es otra que la sempiterna caricatura forjada por la propaganda israelí. La mejor ilustración de esta superchería permanecerá sin duda en la acusación de terrorismo contra Hamás e Hizbulá, que eleva hasta el absurdo la imputación exclusiva de la barbarie que gusta a los incondicionales de esta maravillosa democracia que legalizó la tortura e instauró el apartheid.
Absurdo, en efecto, no solo porque la resistencia armada a la ocupación extranjera es legítima, sino porque teniendo en cuenta los criterios objetivos que definen el terrorismo (violencia indiscriminada contra las poblaciones civiles), es el Estado de Israel el que ostenta, de lejos, el primer puesto. Y si su política es punible según los valores con los que sus defensores se llenan la boca, hace ya mucho tiempo que deberían haber impedido los daños que causan los belicistas que dirigen su gobierno.
Bruno Guigue (Toulouse, 1962), es titulado en Geopolítica por la École Nationales d’Administration (ENA), ensayista, colaborador asiduo de Oumma.com, y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe, L’Economie solidaire, Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por L’Harmattan.
Fuente: http://oumma.com/12570/splendeur-misere-dun-epouvantail-lislamisme
Ha vuelto a ocurrir y por enésima vez:
¿Qué tienen en común Mayor Oreja, Mariano Rajoy, Acebes Paniagua, Alonso Suárez, Pérez Rubalcaba, Camacho Vizcaíno y Fernández Díaz? Tienen en común que todos ellos han sido ministros del interior en los últimos quince años y salvo Camacho Vizcaíno que apenas ocupó el cargo de julio a diciembre de 2011 y se ve que no le dio tiempo, todos los demás han anunciado clamorosas desarticulaciones de comandos de Al Qaeda…
En efecto, durante un par de días, la noticia ha recorrido los informativos generando alarma social, para desaparecer luego y no volver a tener más noticias de los peligrosos arrestados que, una vez en el juzgado eran puestos en libertad o enviados a la cárcel y condenados luego por delitos comunes. Y no ha pasado una vez, ha pasado en una veintena de ocasiones. No han sido –como anunció el ministerio del interior tras la desarticulación de los últimos tres “presuntos miembros de Al Qaeda”- “cerca de 90 los islamistas detenidos en España, sino algo más de 500… En esta ocasión, como era de esperar desde el momento mismo de anunciarse la desarticulación del “comando”, el juez de guardia de la Audiencia Nacional ha enviado a prisión a uno de los fulanos por tenencia de explosivos (pero no por asociación terrorista), mientras pide ampliación de información sobre los otros dos que no pasaban de ser dos tipos que ¡a los que se les había denegado el asilo político y se iban a buscarlo a otras latitudes! Pero ¿qué diablo está pasando?
¿Qué tienen en común Mayor Oreja, Mariano Rajoy, Acebes Paniagua, Alonso Suárez, Pérez Rubalcaba, Camacho Vizcaíno y Fernández Díaz? Tienen en común que todos ellos han sido ministros del interior en los últimos quince años y salvo Camacho Vizcaíno que apenas ocupó el cargo de julio a diciembre de 2011 y se ve que no le dio tiempo, todos los demás han anunciado clamorosas desarticulaciones de comandos de Al Qaeda…
En efecto, durante un par de días, la noticia ha recorrido los informativos generando alarma social, para desaparecer luego y no volver a tener más noticias de los peligrosos arrestados que, una vez en el juzgado eran puestos en libertad o enviados a la cárcel y condenados luego por delitos comunes. Y no ha pasado una vez, ha pasado en una veintena de ocasiones. No han sido –como anunció el ministerio del interior tras la desarticulación de los últimos tres “presuntos miembros de Al Qaeda”- “cerca de 90 los islamistas detenidos en España, sino algo más de 500… En esta ocasión, como era de esperar desde el momento mismo de anunciarse la desarticulación del “comando”, el juez de guardia de la Audiencia Nacional ha enviado a prisión a uno de los fulanos por tenencia de explosivos (pero no por asociación terrorista), mientras pide ampliación de información sobre los otros dos que no pasaban de ser dos tipos que ¡a los que se les había denegado el asilo político y se iban a buscarlo a otras latitudes! Pero ¿qué diablo está pasando?
La hipótesis central es la siguiente:
1) No existen redes terroristas islámicas en España (y damos por sentado que lo que ocurrió el 11-M fue cualquier cosa menos un atentado islamista) y la prueba es que en los últimos 25 años no se ha producido absolutamente ningún atentado islamista en nuestro país. Pero es que ninguno, ni siquiera un cóctel molotov contra una sinagoga, contra algún centro o empresa judía o, simplemente, contra ninguna estructura de ese Estado que mantiene tropas en Afganistán combatiendo a los talibanes. Tiene gracia –y en realidad desgracia- que los algo más de 500 detenidos que se llevan produciendo desde el año 2000 se presenten inevitablemente como “miembros de Al Qaeda” y/o “peligrosos terroristas islámicos”… ¿Qué peligro puede tener una sigla que en doce años y contando con un mínimo de algo más de 500 militantes no es capaz de tirar ni siquiera una piedra, ni de colocar una bomba, ni de realizar un secuestro, ni siquiera de hacer una miserable pintada en una tapia?
2) No existen redes terroristas islámicas en España porque el Islam considera que en nuestro país todavía no tiene fuerza suficiente como para lanzarse a la ofensiva estratégica, ni siquiera existe un equilibrio de fuerzas, sino que todavía está en inferioridad estratégica, por lo tanto, el trabajo aquí no es de poner bombas –que inevitablemente traerían represión, persecución y desarticulación de los grupos islamistas que, a la vista de la endeblez de sus estructuras no podrían soportar. El trabajo de los islamistas aquí es el de crecer y multiplicarse, edificar mezquitas y hacer trabajar el vientre de sus mujeres, presentándose como “integrados”… Ningún islamista con dos dedos de frente pensaría que en España es tiempo de desencadenar la yihad. La Yihad existe en Afganistán y Palestina, en Irak y allí en donde el Islam está en una posición de ofensiva estratégica. No, desde luego, en Europa. Que con el tiempo las cosas vayan cambiando y que en zonas como Marsella o Cataluña, a la vuelta de unos años se puedan desencadenar esos procesos insurreccionales y terroristas en nombre de la guerra santa, eso no lo ponemos en duda, lo que ponemos en duda es que hoy sea ese el caso. Estamos todavía –afortunadamente- muy lejos de esa hipótesis extrema.
3) Aquellos a los que los sucesivos ministros del interior presentan como “peligrosos terroristas” no son más que
- Delincuentes comunes
- Inmigrantes ilegales que para sobrevivir se dedican a tráficos ilícitos
- Supervivientes de las guerras de Argelia, Bosnia, Chechenia, etc, en fuga y retirados de la acción política
- Individuos que se limitan a recoger fondos entre las comunidades islámicas para enviarlos como ayudas a sus hermanos en zonas de conflicto.
No se trata en ningún caso de terroristas en activo, ni siquiera de gente que hoy tenga interés en la yihad, sino, como máximo y en unos pocos casos, de gentes que hace veinte años, o incluso más, estuvieron militando, habitualmente en el GIA o en los grupos salafistas argelinos. Gente que militó en el islamismo radical hace unos años (o incluso unas décadas) y que hoy solamente buscan un lugar bajo el sol.
4) ¿Quién los detiene y por qué? Es la clave del asunto. Hay tres hipótesis explicativas:
- Los detienen policías españoles en función de confidencias poco solventes de chivatillos que tienen poco que ofrecer y necesitan como sea justificar el que la policía les pague una nómina mensual, inventando informaciones de la nada. Dado que los denunciados como terroristas se dedican a actividades ilegales y comercios ilícitos (habitualmente se trata de vendedores de haschisch o de gentes que han falsificado documentos para obtener permisos de residencia y trabajo). Sin olvidar que todo funcionarios de cualquier cuerpo de seguridad del Estado precisa éxitos para ascender y, a la vista de que ETA ha pasado a mejor vida y que del GRAPO ni nos acordamos, lo único que queda para “triunfar” en la carrera son clamorosas desarticulaciones de islamistas radicales, o así…
- Los detienen policías españoles en función de informes llegados al ministerio del interior, a la audiencia nacional o a la misma presidencia del gobierno, enviados desde EEUU por la CIA y la media docena de agencias de seguridad, por el Departamento de Justicia o por el Departamento de Estado. Y ya se sabe que en España, socialistas y populares, tienen como incuestionables todos los informes que llegan de EEUU. Basta acordarse todavía de la fidelidad perruna con la que los voceros del PP hace 10 años apenas se tomaban los informes evidentemente falsos sobre las “armas de destrucción masivas” de Saddam. Y es que los EEUU tienen necesidad del terrorismo islámico para justificar su política de intervención en los lugares más alejados del planeta. Si no existe un grupo terrorista, se crea y en paz, o al menos se crea la sensación de que existe (recomiendo a todos ver la película Cortina de Humo que estos últimos meses ha sido emitida en distintas televisiones y que es extremadamente realista y mordaz sobre cómo se crean conflictos internacionales de la nada). Sin olvidar que el Mosad es diestro también en la preparación de este tipo de provocaciones para prestigiar la causa de Israel (falta le hace) presentando al oponente como terrorista impenitente: puestas así las cosas, los ciudadanos españoles aparecemos como “sufridores” junto con los ciudadanos judíos, del terrorismo palestino…
- Son detenidos por la policía que requiere éxitos para ocupar las primeras páginas de los diarios (también los ministros del interior creen que pueden utilizar el cargo para ascender: véanse los casos de Rajoy o del propio Rubalcaba que pasaron por el cargo antes de aspirar a destinos mayores. Ascender implica salir en los medios). Por otra parte, a la vista de cómo está la situación en España, hay que pensar que con cierta frecuencia el gobierno de turno aprovecha cualquier cosa (un éxito deportivo, una catástrofe natural, el estreno de una película) para distraer la atención. El dramatismo de la desarticulación de un grupo terrorista (que como el último, el ministro dijo varias veces que se le había ocupado 100 gramos de explosivo “con el que se podía volar un autobús” entroncando el inexistente terrorismo islámico en España con el terrorismo islámico realmente existente en Palestina (y esto es lo que nos hace pensar que esta última desarticulación se ha realizado con materiales procedentes del Mosad). Lo que hizo el ministro anunciando que aquí hay islamistas que intentan “volar autobuses” es crear una imperdonable alarma social (que luego ha quedado desmentida por la Audiencia Nacional que ha dictaminado que no existe grupo terrorista alguno) y eso ha venido en una de las peores semanas de la crisis económica cuando rondamos la petición de intervención por parte de la UE y cuando varias autonomías se han declarado prácticamente en rebeldía económica evidenciando que el gobierno no controla ya todos los escalones administrativos.
5) ¿Y qué hacen los servicios de inteligencia españoles? No ver, no oír, no hablar. Lo más prudente para sus directivos si quieren hacer carrera en esto de la “comunidad de inteligencia” internacional. Los servicios españoles no son más que una prolongación de los norteamericanos. Es otra muestra de nuestra falta de soberanía y de la renuncia a ejercer la soberanía incluso en este terreno. Nuestros servicios ven, oyen y hablan sobre lo que conviene a los servicios norteamericanos, se fían de lo que opinan al otro lado del Atlántico y ven solamente aquellos riesgos que desde la central de la CIA se quiere que se vea. Hay un caso sangrante que nos afecta directamente: Al Queda del Magreb Islámico (AQMI). Hemos pagado en tres ocasiones rescates por cooperantes secuestrados por esta extraña AQMI. Durante el período Sarkozy, a Francia, le ha tocado, igualmente, apechugar pagando rescates y liberando cooperantes. ¿Qué es AQMI? Es lo que la CIA quiere que sea… un “peligroso elemento desestabilizador del Magreb ante el cual hay que tomar medidas, reforzar el dispositivo antiterrorista, reforzar a las fuerzas armadas del Magreb –especialmente de Marruecos- y crear bases militares para defenderse de la amenaza” (esto es, para matar moscas a cañonazos).
¿Pero que es en realidad? Grupos de bandidos del desierto (que siempre han existido), que firman sus capturas con las siglas de AQMI a sabiendas de que sus exigencias son más convincentes, pero a los que les importa un bledo cualquier cosa que no sea cobrar en dólares o en euros… y, por supuesto, la sigla se inició cuando la inteligencia marroquí tuvo necesidad de crear una organización terrorista cuyas acciones beneficiaran la política de Mohamed VI y perjudicaran especialmente la de su enemigo secular, Argelia. Este tema de AQMI fue investigado hasta la saciedad, especialmente por el régimen libio de Ghadaffi que siempre fue el mejor informado sobre las actividades terroristas en la zona. La Yamahiriya libia realizó varios dossiers sobre AQMI que llevaban todos a la misma conclusión: AQMI es una mezcla de bandidos y agentes de los servicios marroquíes. Pero luego, Ghadaffi fue asesinado, su régimen desmantelado y quienes detentaban estos informes pensaron que era posible negociar con los servicios occidentales su entrega a cambio de su seguridad. Sí, porque el nuevo gobierno libio, está asesinando a los antiguos funcionarios de Ghadaffi, incluso a aquellos que se encuentran en Europa. ¿Y qué ocurre? Que los servicios occidentales no están dispuestos a entrar en estas transacciones, simplemente, porque desde los EEUU solamente existe una “versión oficial” de AQMI: son “peligrosos terroristas islámicos vinculados a la red Al Qaeda”… La conclusión que podemos extraer es que los servicios de inteligencia occidentales trabajan más para que la estrategia política norteamericana en el exterior se haga realidad, mucho más que para la seguridad de nuestros respectivos países. Otro signo de los tiempos.
¿Pero que es en realidad? Grupos de bandidos del desierto (que siempre han existido), que firman sus capturas con las siglas de AQMI a sabiendas de que sus exigencias son más convincentes, pero a los que les importa un bledo cualquier cosa que no sea cobrar en dólares o en euros… y, por supuesto, la sigla se inició cuando la inteligencia marroquí tuvo necesidad de crear una organización terrorista cuyas acciones beneficiaran la política de Mohamed VI y perjudicaran especialmente la de su enemigo secular, Argelia. Este tema de AQMI fue investigado hasta la saciedad, especialmente por el régimen libio de Ghadaffi que siempre fue el mejor informado sobre las actividades terroristas en la zona. La Yamahiriya libia realizó varios dossiers sobre AQMI que llevaban todos a la misma conclusión: AQMI es una mezcla de bandidos y agentes de los servicios marroquíes. Pero luego, Ghadaffi fue asesinado, su régimen desmantelado y quienes detentaban estos informes pensaron que era posible negociar con los servicios occidentales su entrega a cambio de su seguridad. Sí, porque el nuevo gobierno libio, está asesinando a los antiguos funcionarios de Ghadaffi, incluso a aquellos que se encuentran en Europa. ¿Y qué ocurre? Que los servicios occidentales no están dispuestos a entrar en estas transacciones, simplemente, porque desde los EEUU solamente existe una “versión oficial” de AQMI: son “peligrosos terroristas islámicos vinculados a la red Al Qaeda”… La conclusión que podemos extraer es que los servicios de inteligencia occidentales trabajan más para que la estrategia política norteamericana en el exterior se haga realidad, mucho más que para la seguridad de nuestros respectivos países. Otro signo de los tiempos.
Quedan las conclusiones. Son pocas y desesperanzadoras. La detención de los últimos tres “terroristas islámicos en España, apenas ha sido tratada en los digitales solventes. La información era demasiado increíble como para que algún medio que intentara mantener un prestigio en el mundo de la información se plegara a reproducir los pobres balbuceos de un ministro del interior que aspira a ser vicepresidente del gobierno. Solamente las televisiones, faltas de noticias de relieve en verano y los diarios mayoritariamente subvencionados por el gobierno y las autonomías, se han hecho eco de la noticia. El “zulo” resultó ser una estantería para guardar especies (de ahí que el nombre que le corresponde a este nuevo “comando terrorista” no sea el “Comando Dixán” como a aquellos detenidos en Barcelona a los que el ministro Acebes, sino el de “Comando Arguiñano” por lo del perejil y las especies.
Del arsenal terrorista al que se refirió Fernández-Díaz en su primera declaración, por supuesto, ni rastro. A velocidad de vértigo, el caso se deshinchó sin pena ni gloria. ¿Para cuándo el siguiente episodio de este sainete?
* * *
Se nos olvidaba decir que Jorge Fernández Díaz es miembro supernumerario del Opus Dei, esa piadosa organización creada por un impresentable elevado a la santidad, autor de estas dos frases, que verdaderamente indican el nivelazo del fulano: “La política es un magnífico campo para el apostolado” y “Dios es el gran legislador del universo”. Cambien la alusión a “Dios” por “Alá” y verán que, a fin de cuentas, Fernández Díaz mantiene concepciones muy parecidas a las de los islamistas… Por otra parte, si alguien quiere saber lo que es un “supernumerario del Opus”, les aconsejo que naveguen ahttp://es.wikipedia.org/wiki/Supernumerario_(Opus_Dei). Sé que se sorprenderán porque eso, justamente, eso es lo que hace y lo que cree, el ministro del interior, Jorge Fernández Díaz. Sin olvidar que el anterior ministro del interior del PP, Acebes Paniagua es miembro de los Legionarios de Cristo, grupo formado a imagen y semejanza del Opus… ¿Para cuándo un TÉCNICO EFICIENTE Y DISCRETO en el ministerio en lugar de iluminados ambiciosos en el peor sentido de la palabra?
© Ernesto Milà – infokrisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com
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