Las cosas están cambiando demasiado deprisa para mal.
recomendando el libro
El crash de la información. Los mecanismos de la desinformación cotidiana, de
Max Otte.
En 2006 Otte publicó un
libro que llevaba el profético título
¡Que viene la crisis!,
que lo hizo famoso.
Es doctor por la Universidad de Princeton y en la
actualidad es profesor en el Instituto de Ciencias Aplicadas de
Worms a la vez que dirige el Instituto de Desarrollo Patrimonial de Colonia, entre otras cosas.
Ideal para comprender el origen de la actual crisis financiera y su
desarrollo. Aunque poco tiene que ver el tema con un historiador de la
medicina, hay que señalar que las crisis de lo económico tienen
repercusión inmediata en la vida cotidiana y desde luego en lo que es la
organización de la educación, de la enseñanza y de la asistencia médica
de un país.
Creo que el mundo académico asiste con mucha alegría y sin
ningún tipo de crítica a una serie de cambios que tienen
un sello
inconfundible que poco tiene que ver con los valores que hasta ahora nos
han alentado.
El libro no solo trata de explicar la actual crisis, el colapso de
los mercados financieros sino que va más allá.
Se adentra en el mundo de
la desinformación en el que estamos totalmente inmersos. Nos engañan
sin grandes disimulos las grandes empresas.
Pensemos por un momento en
nuestra experiencia con las distintas marcas que ofrecen servicios
telefónicos; tarifas engañosas y condiciones plagadas de cláusulas
ocultas, por no hablar de la calidad de los servicios.
Se refiere
también a otro ejemplo palmario: cómo las grandes empresas de
alimentación desorientan al consumidor en todos los aspectos:
desde el
peso de los productos, a sus características nutritivas, pasando por su
precio, etc.
Se trata de prácticas totalmente ilegales pero que los
estados permiten.
Otro ejemplo que acomete de forma minuciosa es cómo se
desenvuelven los bancos con sus clientes.
Pero el libro va más allá: cómo los medios de comunicación, cómo los
periodistas contribuyen a la desinformación. Incluye aquí a todos los
que se expresan a través Internet, medio que muchos creen de forma
ingenua que va ser “la salvación del mundo”.
Algunos aspectos del libro apoyan sensaciones personales que nunca
había visto expresadas de esta forma clara. Me refiero a las distintas
formas que tienen de ver las cosas el mundo anglosajón y la Europa
continental. La diferencia es grande y está también en la base de los
problemas que están surgiendo actualmente en muchos aspectos sociales,
por ejemplo la enseñanza, la investigación y la difusión de
conocimientos. El autor proporciona referencias a los clásicos y pone
varios ejemplos al respecto. Desde hace unos años asistimos a una
entrega acrítica a todo lo anglosajón. No se necesita ser ningún gran
pensador para darse cuenta de que con una lengua no sólo penetran
significados sino que entran también valores, normas, símbolos, ideas y
creencias, conductas… formas de ver el mundo, en definitiva.
Por otro
lado,
la continua obsesión consciente e inconsciente de llevarnos a todo
hacia la misma orilla, de entregarse sin condiciones ni matices,
resulta terriblemente empobrecedor. Pero, eso sí, para otros supone
negocios suculentos. Los ejemplos que utiliza el libro, como la mayoría,
hacen referencia a Alemania, lo que es un valor añadido.
Incluso el autor se atreve a dar algunas soluciones, a proponer
algunas recomendaciones para el lector, lo que tampoco suele ser
habitual. Aunque las recetas no son una gran cosa, creo que el mensaje
sí es claro:
que se fomente el espíritu crítico.
A los ‘globalizadores’,
a los sinvergüenzas’ y ‘bribones’ que nos acosan durante todo el día no
hay nada que les siente peor que les contradigan con argumentos.
mas :
http://www.slideshare.net/charlotte21/otte-el-crash-de-la-informacin#btnNext
Hoy en día, la
necesidad de crear necesidades ficticias es el
verdadero negocio de los negocios.
Otte, en su libro, dedica un apartado especial a Ikea. Lo hace porque
se esmera en explicar a lo largo de varios capítulos como hemos llegado
a vivir en una economía extraña en la que se deja de ponderar el valor
real del producto para tan sólo tener en cuenta el precio (bajo) de las
cosas.
Así, al hablar de Ikea, Otte desgrana su sistema de venta haciéndonos
pensar en qué es lo que hacemos cuando, ataviados con un metro y un
lápiz, recorremos convulsos pasillos repletos de luces y sofás:
El efecto psicológico de este sistema de paseo tan bien pensado es muy simple, y quién va a Ikea debe hacerlo con tiempo.
Aquí no se puede comprar deprisa; ya el viaje hasta la tienda, situada
normalmente en la periferia de alguna gran ciudad o conurbación, lleva
cierto tiempo, y el paseo por la tienda de muebles, incluso sin guía
vendedor, exige normalmente más de dos horas.
Eso es precisamente lo que se pretende [...] Lo que les pide a
cambio a sus clientes es una gran atención. Se evitan interferencias
externas como la de la luz del día para que el cliente se pueda
concentrar en lo que le ofrece la exposición y opere eficazmente el
impulso de compra. Esa psicología funciona sobre todo con respecto a los
artículos que no constituyen aparentemente el centro de las
competencias de Ikea:
Los clientes acuden a mirar muebles, pero en
realidad lo que más venden en las tiendas de Kamprad son accesorios, cuyo precio medio está claramente por debajo del de los muebles. [...]
La comparación de precios que antes habían hecho, en beneficio de
Ikea, con respecto a un sofá (no comprado), no se reproduce con
respecto a las velitas de té, las tazas de café y las macetas. El
cliente está cansado, los niños querrán seguramente salir del “paraíso”,
y todos acaban metiendo en la cesta a toda prisa un par de fruslerías.
El autor hace un estudio
bastante detallado de todos
esos elementos cotidianos que contribuyen a
la desinformación. Para él, este
virus ―así lo define― es el
resultado de la crisis financiera mundial que estalló en 2008, dominando
desde entonces «nuestra economía y nuestra sociedad.
No solo las
empresas, asociaciones y políticos, sino también los llamados
expertos, lanzan al mundo gran cantidad de verdades tras las que se suelen ocultar grandes intereses».
Los
mercados votan todos los días, fuerzan a los gobiernos a adoptar
medidas impopulares ciertamente, pero indispensables. Son los mercados
los que tienen sentido de Estado; estas son las declaraciones del especulador George Soros, publicadas por La Reppublica el 28 de enero de 1995.
Ni Ted Turner dela CNN, Ni Rupert Murdoch de News Corporation Limited,
ni Bill Gates de Microsoft, ni Jeffrey Vinik de Fidelity Investiments,
ni Larry Rong de China Trust and International Investment, ni Robert
Alles de ATT; ninguno de ellos «han sometido jamás sus proyectos al
sufragio universal.
[Como para tantos otros nuevos amos del mundo] la
democracia no se ha hecho para ellos. […]
Su dinero, sus productos y sus
ideas atraviesan sin obstáculos las ciberfronteras de un mercado
globalizado.
A sus ojos, el poder político no es más que el tercer
poder. Antes están el poder económico y el poder mediático. Y cuando se
poseen estos, como
Berlusconi demostró en Italia, tomar el poder
político no es más que un simple trámite».
La época que nos está tocando vivir es insegura, y la razón de ello
es muy sencilla: todo es comercializable y partidista. Y sobre todo, la
información. Porque la información es poder. Y el hombre es consciente
de ello desde hace muchos años, siglos.
Pero la aceleración de
la mundialización liberal hizo que este
cuarto poder fuera «vaciándose de sentido, perdiendo poco a poco su función esencial de contrapoder».
Los mass media se han ido concentrando para transformarse en inmensas estructuras que han dado paso a grupos mediáticos, holdings «con vocación mundial; ahora son grupos globales».
La
revolución digital
ha hecho que sonido, escritura e imagen puedan convivir en un mismo
espacio informativo, lo que ha supuesto la caída de los límites que
antes separaban estos tres ámbitos,
facilitando así esas
concentraciones.
Desde sus principios, la información estuvo en el punto de mira de
los poderosos. La invención de la imprenta significó para la humanidad
algo bueno: permitió la difusión de la cultura de manera masiva. Además
dio lugar al despegue de las comunicaciones informativas.
Los gobiernos
pronto se dieron cuenta del peligro que esta difusión podía conllevar
para sus parcelas de poder. Y fue así como empezaron a establecer leyes y
normativas que mantuvieran ese peligro alejado.
Ya en el siglo XVIII se
prohibieron las crónicas parlamentarias, amparándose en la inmunidad
que tenían los componentes de los parlamentos; se gravaron impuestos
sobre el timbre o sobre el papel, lo que encareció el producto final,
dificultando su venta; se prohibió incluso informar de la Revolución
Francesa, hablar de ella podía provocar que sus dogmas revolucionarios
se extendieran por toda Europa como la pólvora: fue Inglaterra la que
promulgó la Libel Act, por la que podían ser apresados quienes informaran de la situación en Francia…
Los periódicos encontraron una manera
cómoda
de superar todas estas dificultades: se aliaron a los partidos. Y esto
provocó un profundo cambio cualitativo en la información que
proporcionaban, pues sus contenidos, consecuentemente,
ya no eran libres.
La aparición de las agencias de información en el siglo XIX dio un
nuevo vuelco al mundo de la información. El periodismo pasó a ser más
informativo: las noticias que se difundían eran muy neutrales, carentes
de opinión o interpretación.
Las consecuencias no tardaron en emerger:
simultaneidad y universalidad informativa. Todos recibían las mismas
informaciones, además de hacerlo al mismo tiempo. Y nació así un nuevo
poder: el canal único de información. Todo esto no es más que lo que hoy
daríamos en llamar la globalización…
Este nuevo poder, aunque no de
opinión, era muy poderoso: si bien es cierto que las agencias no
difundían opinión, tenían el poder de no difundir una noticia. Surgieron
personajes que criticaron duramente este poder. Uno de ellos fue
Honoré
de Balzac, posicionándose en contra de las agencias y denunciando esta
concentración de poder.
En países sumidos en guerra ―la de Crimea, la
franco-prusiana, Rusia y Japón, las dos guerras mundiales―, igual que en
países dominados por dictaduras, totalitarismos,
la prensa se convirtió
en propaganda; los periódicos y también las agencias estaban al
servicio de los gobiernos y a merced de las medidas de censura de los
regímenes o gobiernos a los que estuvieran sometidos.
Tras la Segunda
Guerra Mundial, por ejemplo, la pérdida de credibilidad en la prensa fue
brutal: los ciudadanos fueron conscientes de las mentiras que les
habían contado. Pero esa situación, a día de hoy, no ha variado mucho,
por no decir nada.
Es, resumiendo en una sola palabra, la desinformación
de la que nos habla Otte en su libro.
Y
la desinformación no es otra cosa que un mecanismo de control de
los ciudadanos; en los ejemplos anteriores los gobernantes no querían
que sus gobernados supieran los malos resultados en las diferentes
contiendas, porque eso podía hacer que la moral de las naciones se desplomase.
Hoy, «la desinformación destruye nuestra sociedad; solo beneficia a los
mandamases de las grandes empresas, bancos, partidos y grupos de
interés».
Esos medios de comunicación que, no sólo dejan de defender a los ciudadanos,
sino que a veces actúan en contra del pueblo en su conjunto»
Otte defiende que
existen determinadas fuerzas muy interesadas en
convertir la información en desinformación.
Para el autor, las fuerzas
motrices de estos intereses son los principales agentes económicos ―
los
mercados y entidades financieras―; la imprevisión e impotencia de los
políticos; y el debilitamiento de los medios de comunicación y el
periodismo, convertidos en un «rebaño de incondicionales, que o bien no
preguntan cuando un político se contradice, o bien ni siquiera se dan
cuenta».
La desinformación, provocada por la sobreabundancia de
información para convertirnos en esclavos sin voluntad de la sociedad de
consumo, empieza muchas veces en la “letra pequeña” ilegible, en
enrevesadas explicaciones de tarifas y condiciones, en interpretaciones
ideologizadas de estadísticas y datos de resultados, en la
sobreabundancia de imágenes que en realidad no significan nada por
encima de la explicación analítica de las mismas… Imágenes.
Dice Ramonet
que «informar es, ahora, “enseñar la historia en marcha” o, en otras
palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento.
[…] Esto supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es
suficiente para darle todo su significado. […] Y así se establece, poco a
poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender y que cualquier
acontecimiento, por abstracto que sea, debe imperativamente tener una
parte visible, mostrable, televisable»
Otte, en su libro, no elabora una teoría de la desinformación
perfectamente cerrada, ni tampoco da un programa detallado de acción.
Pero sí que apunta posibles vías a través de las cuales podemos
desligarnos de esa sociedad de la desinformación. Es necesaria la
creación de redes (de todo tipo, virtuales y reales) que sean de nuestra
absoluta confianza; obviamente, si queremos obtener confianza antes
debemos darla nosotros; es imprescindible profundizar en nuestros
conocimientos humanísticos y de historia, porque nos ayudarán a ver con
otra perspectiva el mundo actual; buscar otras alternativas para
informarnos, como por ejemplo libros, Google no es más que otra
herramienta democratizadora de la sociedad de la desinformación;
seleccionar las fuentes de noticias; despertar nuestro interés por las
finanzas, las nuestras, por supuesto (no son complicadas de entender,
son los banqueros los que nos las complican para que “compremos” los
productos que a ellos más les interesa); además de buscar proveedores de
servicios financieros de confianza; utilizar los servicios de las
organizaciones de consumidores; propone también invertir en empresas que
son dirigidas por sus dueños, es decir, empresas pequeñas e incluso
alguna mediana, ya que son las que más favorecen las economías locales;
hacer oídos sordos a los cantos de sirena: promociones, ofertas y
rebajas esconden
algo siempre; volvernos ilocalizables, lo que
nos dará tiempo para reflexionar; y plantearnos siempre, SIEMPRE, la
siguiente cuestión ante todo lo que tengamos enfrente: ¿a quién
favorece?
No llegamos hasta este punto de la conversación, pero estoy segura
que Rubén estará de acuerdo conmigo en que los medios de comunicación
deben retomar con honestidad sus funciones políticas: informar con
veracidad; interpretar la realidad; contribuir a la creación de una
opinión pública; fijar la agenda política, o contribuir a ello; en base a
una serie de situaciones, denunciar de manera clara sobre qué temas
deben preocuparse y actuar los políticos; control del gobierno o del
ejecutivo. El periodista debe defender la libertad de información, pero
no la suya, sino la de los ciudadanos.
Son necesarios largos años antes de que
los valores que se apoyan en la verdad y la autenticidad morales se
impongan y se lleven por delante el cinismo político; pero, al final,
siempre acaban ganando la batalla
Vaclav Havel
Max Otte se define varias veces en su libro El crash de la información
como un liberal. Si pensamos quiénes dicen en España que son liberales,
la declaración de Otte es como para echarse a temblar y, sin embargo,
ha escrito uno de los libros más demoledores que he leído contra el
nuevo capitalismo de características netamente feudales.
Y
es que no hay que ser un troglodita ni un talibán antisocialista para
ser un liberal, en el buen sentido (lo tiene) de la palabra.
Otte
es, simplemente, un defensor del social capitalismo, tan alemán. Su
defensa del papel del Estado y su voraz crítica al capitalismo salvaje y
a la manipulación de la información a la que nos somete, están más
cerca de Toni Judt (por citar a un socialdemócrata confeso) que al
antisocialismo talibán de muchos de los que aquí se autoproclaman
liberales, pensando que esto significa ser egoísta y mentiroso,
precisamente lo que denuncia Otte.
Otte
es un férreo defensor del capitalismo, pero de aquel que está basado en
la búsqueda de la riqueza para todos, es decir, un capitalismo que
aumente la riqueza de los países y que conlleve una mejora en la calidad
de vida de todos sus ciudadanos, bajo la tutela del Estado. Sin
embargo, denuncia, estamos en una situación completamente opuesta:
hoy en día no se puede hablar de una economía de mercado libre… grandes
señores… ejercen su primacía cediendo parte de sus privilegios a sus
seguidores y vasallos más fieles (página 272). Y, claro, ni el Estado se libra de ese vasallaje y la corrupción política aparece con facilidad.
Es
espeluznante el caso que relata de una cajera (de la cadena de
supermercados alemana Kaiser's) despedida, después de 31 años trabajando
allí, por un supuesto hurto de 1,30 euros denunciado por una sola de
sus compañeras. Fue acusada de haber utilizado dos vales de reembolso
por envases de bebidas que al parecer había perdido un cliente. ¡Y la
Audiencia Regional de Trabajo consideró el despido justificado! (ver
página 274) Qué distinto del tratamiento que reciben los directivos de
los bancos a los que llevaron a la ruina y que, encima, se llevaron
millones por abandonar el cargo.
Tampoco
tiene desperdicio la genial idea de Monsanto, una compañía americana de
semillas, que consiguió que los que le compraban no pudieran guardar un
remanente de su propia cosecha para la siembra del año siguiente
porque introdujeron una cláusula que indicaba que las semillas que
vendían eran ¡de un solo uso! (páginas 187-188).
Y
todo lo que sucede, el continuo empobrecimiento de la mayoría en
beneficio de una exigua minoría, es transmitido a través de los medios
de comunicación, de la publicidad o de los discursos como si fuera lo
mejor que nos puede suceder.
Cada
organismo privatizado, que conlleva una merma del servicio que ofrece,
nos es explicado como todo lo contrario. Cada incremento de precio o
comisiones, cada aparato peor construido y menos duradero, cada
necesidad creada nos son ofrecidos como grandes oportunidades para los
consumidores, que poco a poco vamos perdiendo nuestro estatus de
ciudadanos con capacidad de decisión para convertirnos en trabajadores
esclavizados que tenemos que dar las gracias por conservar aún nuestro
puesto de trabajo.
El
declive del sistema de enseñanza, la proliferación de información que
acaba produciendo un exceso y, por lo tanto, una dispersión que acaba
por impedir la concentración y la reflexión, todo ello nos convierte en
seres indefensos ante quienes tienen un poder que, como en el caso de
los dirigentes de las grandes empresas, ni siquiera se juegan su propio
dinero, sino el de unos accionistas que no tienen capacidad de decisión y
que pueden ver como sus ahorros se reducen a la nada por una mala
gestión de esos dirigentes que se marcharán con un enorme bonus bajo el
brazo, dejando una empresa con la que jugaron a corto plazo para la
especulación de algunos y la ruina de otros muchos.
Otte
recurre a muchos economistas "clásicos" para denunciar lo que sucede
ahora y que ellos ya supieron ver: Galbraith o Rüstow están entre sus
favoritos. Pero yo me quedo con una cita de List, que decía: "el miembro más productivo de una sociedad no es el que cría más cerdos sino el que educa más personas" (página 284).
Pero
al usuario actual, en este momento de cambios, le sigue sorprendiendo
que las cosas vayan a peor y no a mejor. Con la privatización de los
servicios de energía eléctrica, agua, teléfono y correos, que según la
publicidad debía significar para el usuario un abaratamiento, se ha
demostrado que sucede exactamente lo contrario.
En
las tarifas de la energía eléctrica domina tal desbarajuste en la tabla
de precios, que en Internet ya se han creado portales —en particular
verivox .de— que le calculan a cada uno cuál es el proveedor y la tarifa
que le resulta (supuestamente) más barata . Tales portales aprovechan
evidentemente en su propio beneficio el caos existente en las tarifas
del suministro de energía eléctrica: según sus propios datos, Verivox
alcanzó en 2008 un volumen de facturación de 30 millones de euros, lo
que significa claramente que ese portal de comparación de tarifas es
comercial, y por lo tanto no es independiente . Cada cambio de tarifa o
de compañía que se realiza en él le supone una comisión.
Por supuesto, en el libro se habla de la publicidad, especialmente de
la engañosa, cuando, como ocurre con frecuencia, se le atribuyen a un
producto o servicio cualidades que no tienen. Pero también de la
ocultación deliberada de información, de las mentiras ofrecidas como
información veraz o del exceso de datos irrelevantes que buscan
desorientar al ciudadano. Y todas estas modalidades del engaño se
ejemplifican en el libro: con los casos de todos conocidos ocurridos en
el mundo financiero o en el político; pero también con lo que ocurre
en sectores como el de la alimentación, donde se miente descaradamente
sobre las cualidades de los productos, su origen, sus propiedades y sus
efectos.
El autor también reflexiona sobre la manera en que empresas y
gobiernos recaban información sobre la ciudadanía. A través de Internet,
de nuestras tarjetas bancarias, de las tarjetas de cliente de los
supermercados se capturan datos y se crean perfiles. Si, como insiste
Otte, la información es poder hay quienes saben mucho de nosotros:
nuestros gustos y preferencias, dónde trabajamos, qué y dónde compramos,
qué libros leemos, qué música escuchamos. Las empresas compran y venden
esos datos, pero el fin último de obtenerlos y almacenarlos no es
meramente traficar con ellos.
Como colofón del libro, Otte nos propone varias acciones que podemos
emprender para vernos libres de esa máquina de mentiras que es nuestra
sociedad:
buscar información en medios alternativas, evitar el uso de
tarjetas, no completar perfiles en Internet, reservarnos tiempo para
nosotros mismos apagando el móvil y el ordenador, asociarnos a
organizaciones y cooperativas de consumidores, leer más.
"Tenemos más desinformación que nunca, ¡y gratis!"
Max Otte no es ningún alarmista rojoide, sino un
destacado militante democristiano dedicado a la inversión en bolsa. Tras
doctorarse en Princeton y reorganizar el servicio de estudios del
Ministerio de Economía alemán, Otte alcanzó notoriedad al publicar en el
2006 '¡Que viene la crisis!' y profetizar el tsunami de las 'subprime'
que todavía pagamos. Ahora publica 'El crash de la información', donde
explica la degradación de los media (hoy 'Gran Hermano' ocupa el canal
que la semana pasada emitía un buen informativo) e, invitado por La
Fundació Consell de la Informació de Catalunya, anticipa un futuro que
nos exige rearmar nuestra democracia o resignarnos a acabar subempleados
en una franquicia.
Hoy disponemos de decenas de cadenas
de televisión; miles de portales de internet y decenas de miles de
blogs, pero estamos peor informados que hace 30 años:
más desinformados y
por ello más manipulables.
Hemos pasado de los medios de masas a la masa de medios.
Pero masa no quiere decir calidad. Al contrario: se han multiplicado,
pero también
empobrecido los contenidos. La mayor parte de los textos e
imágenes que nos sirven –gratis– en todo tipo de pantallas ni aportan
nada ni son fiables. Constituyen una cacofonía insulsa de mensajes
caóticos y banales.
¿No cree que hay de todo como antes?
Antes las
empresas informativas de referencia servían información-interpretación
jerarquizada por periodistas serios, bien pagados y relativamente
independientes.
¿Y ya no quedan periodistas de esos?
Están
amenazados por la separación de publicidad y contenidos. Sobre esa unión
se fundó la prensa de calidad, pero hoy la gente ya no mira anuncios,
sino que busca lo que quiere comprar directamente en internet y, por
eso, la publicidad, que antes financiaba la información rigurosa, ya no
se invierte en los grandes medios de referencia. Los diarios serios son
más necesarios que
nunca, pero han dejado de ser rentables.
Habrá de todo...
Esa degradación es la tónica
dominante en EE.UU., donde me doctoré en Princeton, y en Alemania, cuyo
Ministerio de Economía ayudé a reestructurar. Y en todo el mundo.
¿Qué futuro nos aguarda?
Los periodistas
están siendo sustituidos por una nueva ola de meros gestores de
contenidos, aleccionados para limitarse a obtener más clics en las
noticias. Ya no deben interpretar y jerarquizar contenidos por
importancia o interés, sino sólo por su audiencia inmediata. De esa
forma nos desinforman.
Espero que nos dé tiempo a jubilarnos.
No es sólo
un problema corporativo de los periodistas. El hundimiento de la
información se inscribe en la regresión de la historia: el capitalismo
total nos hace retroceder a un neofeudalismo, que concentra el poder y
el dinero en pocas manos y condena al resto a la desinformación, la
deseducación y, a la larga, la servidumbre y la pobreza.
¿Es una conspiración?
No creo en conspiraciones.
Es una lógica, la de la selva capitalista, que se impone poco a poco y
empobrece primero el criterio, la educación y la información de las
clases medias; después limitará sus rentas. Y eso que sucede con la
información, ocurre también con la formación, los servicios públicos y
la representación política. Y su correlato empresarial es la economía
franquiciada.
Cada vez hay más franquicias, pero...
La
franquicia es deconstrucción de un proceso productivo. La central
concentra todo el poder de decisión y condena al resto a ejecutar como
robots tareas que no requieren formación. En McDonald's un puñado de
directivos deciden en la central hasta el tamaño de los pepinillos que
servirán en todo el planeta y a los miles de empleados de cada
restaurante franquiciado no les queda margen para el aprendizaje o el
progreso.
Es un modelo.
Es el modelo. Esos empleados no
necesitan formarse sino desinformarse para no sentirse frustrados por
una vida en la que no controlan nada y no aprenden nada al trabajar.
Pero aún tenemos democracias.
¿No ha visto cómo
se ha resuelto esta crisis que pronostiqué? Se nos ha culpabilizado a
todos de los abusos de unos aprovechados y estamos pagando sus desmanes
con recortes en sueldos y servicios públicos. Y fíjese
dónde acaban los ex políticos a cambio del favor: a sueldo de las multinacionales.
Se habló de nueva regulación bancaria.
Han hecho
lo contrario, se ha reforzado el capitalismo total. Se acata la lógica
de la pretendida eficiencia cuantificable y se condena de antemano
cualquier otra consideración intelectual, humanística o de justicia.
Suena apocalíptico y marxistoide.
Pues soy
socialcristiano y moderado. Sólo constato el sentido de la historia:
avanzamos en el capitalismo total hacia un nuevo feudalismo que liquida
los derechos de las clases medias. Y la política se ha rendido a esa
lógica. Cuando estaba en el Ministerio de Economía, un alto funcionario
veterano me explicó cómo los presidentes de las multinacionales hacían
cola para ver al ministro Erhard: ¡hoy son los ministros los que hacen
cola para mendigar favores a banqueros y presidentes de empresa!
¿Y la desinformación de las clases medias forma parte de ese proceso?
Es
su consecuencia y a su vez lo acelera. Pronto verá cómo, una vez
liquidados o reducidos a la banalidad más o menos rentable los medios
privados de calidad, las empresas informativas públicas serán tachadas
de ineficientes y obsoletas.
Al menos tienen rentabilidad política.
Algunos
medios sobreviven al vender su independencia a un partidismo político
cada vez más descarado a cambio de subvenciones y concesiones. A su vez
esos políticos sirven a los nuevos señores feudales de la banca y la
empresa, que no necesitan ganar elecciones para mandar.
Llámeme ingenuo, pero creo que el buen contenido siempre halla su lector.
Ambos están desapareciendo: el lector desinformado acaba por conformarse con los contenidos más superficiales.
"Puede que estemos ante una eterna burbuja económica"
Max Otte (Plettenberg, Alemania, 1964) se convirtió en 2008 en uno de
esos gurús que llevaban tiempo advirtiendo sobre el fin del que
entonces se antojaba un ciclo de crecimiento inacabable. Pero eso ya
queda atrás, y lo que denuncia ahora es la vuelta a un capitalismo que
considera "feudal". Su libro
El crash de la información
(Ariel), que ha presentado esta semana en el Consejo Audiovisual de
Cataluña, destila indignación ante el rescate de los grandes bancos con
dinero público o la desinformación a la que, a su juicio, las grandes
corporaciones someten al consumidor. Podría parecer un enemigo acérrimo
del capitalismo, pero no lo es. Doctorado en Princeton, hoy dirige el
Instituto de Desarrollo Patrimonial de Colonia y es gestor independiente
de fondos.
"El euro resistirá, pero la comunidad económica puede sobrevivir sin él"
"El Estado no ha fallado. Lo dejamos sin apenas poder antes de la crisis"
"La recuperación pasa por que los bancos refuercen sus fondos propios"
Pregunta. Tras la quiebra de Lehman Brothers se hablaba de "refundación del capitalismo". ¿Dónde ha quedado aquello?
Respuesta. No queda nada de eso. ¿Qué capitalismo
hemos tenido en los últimos 10 o 20 años? Yo lo llamo
nuevo feudalismo.
Quienes más influencia han tenido en la sociedad han sido las grandes
empresas, en lugar de los políticos, que se han quedado sin apenas
poder. Una economía de mercado real debería estar controlada por los
mercados, y ha estado planificada por las grandes corporaciones. Y los
Estados han trabajado para ellas en vez de servir a sus ciudadanos. Lo
vemos en la actual crisis europea, en la que estamos salvando a los
bancos. La gente de Grecia o Irlanda, pero también de Alemania, está
pagando para que los bancos sean salvados.
P. ¿Esta crisis es un ataque contra el euro?
R. Yo estoy en contra del euro. No lo estoy del
sistema monetario europeo que teníamos antes. Es decir, tipos de cambio
fijos, pero monedas nacionales. No necesitamos el euro para una
integración económica.
P. ¿Eso no debilitaría todavía más Europa?
R. En absoluto, no creo que se viniera abajo. Podríamos seguir siendo una comunidad económica volviendo a las monedas nacionales.
P. La canciller alemana Angela Merkel dijo que en realidad no se trata de salvar al euro, sino a Europa.
R. No estoy de acuerdo. Europa y el euro no son lo mismo.
El euro creó esta crisis, y Europa puede ser mejor sin la moneda única.
P. ¿El euro resistirá?
R. Desearía que no lo hiciera, pero nadie dejará que
se venga abajo. Los políticos europeos, también los alemanes, están
saliendo a defenderlo. Y además, en general, Europa lo está haciendo
mejor que Estados Unidos, que es quien tiene el problema. Su déficit es
alto, del 11%...
P. Pero los mercados castigan la deuda de los países europeos. Primero fue Grecia; luego, Irlanda. ¿Le seguirá Portugal?
R. No hay problema, lo salvaremos.
P. ¿España también? El tamaño de la economía es casi ocho veces mayor al de Irlanda...
R. Es la mitad que la alemana. También. Eso es lo de menos.
P. Pero ¿cree que España tendrá que ser salvada?
R. No. El euro puede aguantar.
Aun así, los planes
de rescate no son para salvar a los ciudadanos irlandeses ni a los
griegos, sino a sus bancos.
Es un error. ¿Por qué no dejamos que se
declaren en bancarrota? De todos modos, el euro estaría en aprietos si
tuviéramos el problema de las titulizaciones hipotecarias, pero no ha
habido un
boom inmobiliario europeo. Salvo en España, aunque podemos gestionarlo.
P. ¿La clave para salvar el euro es Alemania?
R. Sí, y se implicará.
P. ¿Estamos ante una crisis sistémica o cíclica?
R. Sistémica, pero podríamos hallarnos en una
burbuja económica eterna. Los libros de texto no hablan de ello, de una
burbuja que se forma, explota, luego se hace otra, vuelve a estallar...
No es el que tenemos ahora, pero podríamos llegar a un sistema muy
inestable, de burbujas que se van hinchando y estallando sucesivamente.
P. En el libro incide mucho en la desinformación
económica. ¿Los casos de los rescates que se han ido produciendo, en los
que abundan los rumores y los desmentidos, son un ejemplo?
R. Sí. Los bancos están dominando el diálogo
público.
El problema ahí es que hay muchos economistas trabajando para
ellos o para grandes instituciones y pocos que sean independientes.
P. ¿Cómo salir de esta crisis?
R. Para que los mercados funcionen correctamente,
los bancos necesitan más fondos propios, porque esa es la base del
capitalismo. No puede ser que algunos tengan unos fondos propios del 3% o
4% cuando en realidad requieren un 8% o 9%. Insisto, la base del
capitalismo es el capital, y los bancos no lo tienen, lo cual no deja de
ser extraño.
P. De esa refundación del capitalismo de la que
hablábamos dice que solo ha quedado el debate sobre las remuneraciones
de los ejecutivos.
R. Sí, y es un debate secundario. Los ejecutivos no
son mejores que los burócratas o los políticos, y de hecho son
burócratas dentro de sus grandes corporaciones. Sus sueldos son
excesivos, pero ese no debería ser el debate.
P. Al principio de la crisis parecía que la socialdemocracia saldría fortalecida frente al liberalismo. No ha sido así.
R. Es raro. La gente pensó que ante esa terrible
crisis el Estado había fallado. No es cierto. Lo que ha ocurrido es que
hemos mantenido a los Estados pequeños, dejándolos sin demasiadas
opciones para ejecutar políticas contra la crisis, que es lo que la
gente demandaba. Ahora necesitamos un Estado, políticas y un gasto
mejores.
P. ¿La solución pasa por un Estado más fuerte?
R. Por más democracia. Porque ahora hay un socialismo para los bancos.
P. ¿Por qué habla de feudalismo?
R. Vivimos en una sociedad dirigida por el dinero.
Por ejemplo, hay ministros que mientras lo son ya se están procurando un
trabajo para cuando dejen de serlo. Luego los vemos en una gran
empresa. Y eso lleva a una cierta corrupción, porque no realizan sus
políticas de forma independiente. Por otra parte, las grandes sociedades
están comprando la opinión pública. Contratan a relaciones públicas,
pagan a gente para que escriba bien de ellos en los
blogs de Internet... No estoy hablando de que haya una conspiración, lo que ocurre es que el dinero puede comprarlo todo.
P. ¿No es contradictorio hablar de desinformación en la era de Internet?
R. No. A través de Internet tenemos más
desinformación. Se confunde al consumidor para ganar más dinero o lograr
más poder. E insisto, no es ninguna conspiración.
P. Pero la Red parece haber democratizado la información...
R. En Internet hay chats o foros... Eso no aporta
información. La información requiere pensar. Y periodistas cualificados,
pero cada vez hay menos porque en Internet casi todo es gratis. No creo
en el periodismo ciudadano. Los
bloggers a veces descubren
cosas, y eso está bien, pero no creo que sean reporteros porque para
serlo se requiere especialización, cualificación y una institución
detrás para tener editores. Una sola persona no puede hacer todo eso.
Necesitamos profesionales.